La búsqueda por la perfección siempre traerá insatisfacción, mientras que la insatisfacción, irónicamente, es uno de los detonantes que llevan a querer alcanzar la perfección. El ciclo es tan interminable como tóxico porque habla de un anhelo por tener lo que no se tiene y una añoranza constante hacia lo imposible. El ser perfecto no existe.
Los marcados e irreales estándares de belleza que se promueven como parte de la cultura social, especialmente los dirigidos hacia las mujeres, la fama efímera determinada por la popularidad y la discriminación, después impuestas como medida de éxito o realización, la sensación de fracaso y la inconformidad con la vida, incluso con uno mismo, la auto-exigencia que ha rebasado la búsqueda por la excelencia y se ha convertido en el intento por una grandiosidad exenta de fallas, errores y defectos, a pesar de que la imperfección es parte de lo que nos hace humanos; la ambición alrededor de la popularidad, la crueldad dentro del mundo del espectáculo y los peligros de las adicciones o los vicios, sustentados en promesas irreales, especialmente dentro de la industria de la belleza, como las dietas o pastillas para bajar de peso o las cremas y tratamientos para mejorar la imagen física, son algunas de las ideas que se abordan en la película La sustancia (Francia-EUA-Reino Unido, 2024), escrita y dirigida por Coralie Fargeat; protagonizada por Demi Moore, Margaret Qualley y Dennis Quaid.
La historia se centra en Elisabeth Sparkle, una actriz de Hollywood que en su mayor apogeo fue aclamada y celebrada tanto por el público como por la industria del espectáculo, pero ahora que su fama se ha disipado trabaja como conductora en un programa televisivo matutino de ejercicios aeróbicos. Presionada por el ambiente laboral y social en el que se encuentra, donde la imagen externa es el tema más explotado en el medio y la cultura popular, en una industria cultural obsesionada con la perfección, la belleza y la juventud, Elisabeth hace todo por mantenerse vigente y sobre todo atractiva, guiada por los estándares de gracia y belleza que se imponen en el colectivo, lo que la hace estar especialmente enfrascada con su físico, al que dedica la más estricta atención y cuidado posible.
En realidad Elisabeth no es apreciada por su carrera, logros, talentos, conocimientos, habilidades o capacidades, sino por la explotación que se pueda hacer de su imagen, así que en esencia Elisabeth es tratada como un producto que se valora según qué tan redituable o vendible puede ser. Su jefe y la cadena televisiva para la que trabaja no la respetan por quién es, sino por qué tanta gente la conoce, la sigue, mira su programa y por ende representa para ellos una ganancia, a partir del número de espectadores que consumen un producto: ella.
Por ello mismo Elisabeth vive angustiada por su exterior, por su imagen, consciente de que el mundo en el que vive, en el que vivimos todos, demanda una imagen muy específica de ella y, por extensión, de las mujeres como ella, como si su valor dependiera exclusivamente de su atractivo y juventud. En su cumpleaños 50 Elisabeth es despedida, discriminada y excluida por su edad, en función de prejuicios al respecto, al margen de cómo se ve y la calidad de su trabajo. Según Harvey, su jefe, Elisabeth ha alcanzado una ‘fecha de caducidad’ a partir de la que ya no importa realmente cómo luzca, sino la percepción social comúnmente aceptada que el mundo se hace de ella, que desde ese momento la cataloga como no joven, por tanto no bella y, según ellos, sin algo que ofrecer al mundo. Tanto Elisabeth como todas las mujeres, especialmente en el ambiente del espectáculo y el de las figuras públicas (analiza la película), completamente reducidas a objetos, a cosas, para cumplir una función, la de complacer al público y a un mercado hambriento de novedades aplicadas en todo aspecto y relación social, para luego ser ‘desechadas’, desplazadas por versiones más jóvenes de su persona que ofrecen lo que ellas ya no representan: belleza y juventud.
Angustiada por este desprecio propiciado por una obsesión mediática por cosificar a la mujer e imponer estándares de belleza excluyentes más que incluyentes (cuando la inclusión se guía más bien por una moda o la apariencia de equidad, en lugar de verdadera revolución social), Elisabeth entra en crisis sobre todo consigo misma, ya que ni siquiera ella se acepta tal cual es pues ha sacrificado todo (no tiene amigos ni familia cercana) por cumplir los caprichos de una industria que ahora fácilmente le da la espalda.
Elisabeth no se mira en el espejo queriendo quererse, se mira buscando los defectos que otros puedan adjudicarle, así que vive insatisfecha con su propio ser, aterrada por ser desplazada, ansiosa por encontrar ‘la fuente de la juventud’, autodestructiva por la crueldad del mundo a su alrededor para con la mujer, el cuerpo de la mujer, la edad de la mujer, el físico de la mujer y el atractivo sexual de la mujer. Elisabeth ya no sólo se preocupa excesivamente por su apariencia, está convencida, porque lo escucha a través de Harvey, que el medio artístico como industria del espectáculo ha moldeado una imagen específica de las celebridades para que las personas aspiren a ella y hagan todo por alcanzarla, al tiempo que también crean o manufacturan figuras ‘exitosas’, tanto para explotarlas de una forma redituable, como para después, así mismo, sacar provecho al destruirlas.
Esto significa que Elisabeth no es la primera ni será la última mujer que será desplazada por alguien más joven, más ‘bella’ y más ‘vendible’, con énfasis en que el verdadero problema es que quien decide y define la palabra ‘belleza’ es el mercado del entretenimiento, orientado a imponer modas y estereotipos que impulsen el consumismo y a favorecer determinada imagen estética.
A raíz de ello, especialmente el anhelo por la atención, los reflectores y la validación, Elisabeth acepta la propuesta de un extraño para usar ‘la sustancia’, un compuesto químico capaz de convertirla en una versión “más joven, más hermosa y más perfecta” de sí misma, según dice la propia campaña publicitaria en forma de promesa de este suero del mercado negro; una droga, en esencia, que capitaliza, al volver a las personas dependientes de ella, a partir de las inseguridades personales y la fijación por mantener ese estándar de belleza y juventud impuesto por el medio.
La sustancia básicamente crea una versión más joven de Elisabeth que ‘nace’, se desprende o sale de su propio cuerpo. Las instrucciones del producto hacen hincapié en dos puntos clave: la necesidad de alternar cada semana entre la matriz (Elisabeth) y su versión más joven (que se autonombra Sue), pues mientras una vive la otra permanece inconsciente; y dos, tener clara la noción de que se trata de dos versiones de la misma persona, no dos entes diferentes.
Aquí lo interesante no es sólo la desesperación por seguir siendo relevante y trascender, incluso la necesidad por encontrar un grado de reconocimiento como nutriente de autoconfianza, que motivan a Elisabeth a aceptar la propuesta de ‘la sustancia’, sino que, pese a lo dicho, finalmente Elisabeth y Sue sí son dos personas diferentes, dos consciencias distintas. Sue nace literalmente del cuerpo de su matriz original, eso es cierto, pero Elisabeth desconoce por completo lo que la otra hace durante la semana en la que está activa, o despierta, o consciente, y viceversa.
La relación es simbiótica pero sólo hasta cierto sentido; sí, hay una integración o interacción biológica, pero en realidad no existe un beneficio mutuo como sí una dinámica parasitaria. Para sobrevivir Sue tiene que extraer líquido cefalorraquídeo de Elisabeth, denominado, para los fines de la ciencia ficción, como ‘líquido estabilizador’; sin embargo, esto significa que la versión más joven de Elisabeth sólo toma de ella pero no da u ofrece nada a cambio. Si Elisabeth no puede experimentar en carne propia los ‘beneficios’ de haber creado una versión más joven de sí, ¿cuál es entonces el beneficio final que ella recibe del trato? En cierto sentido la historia refleja con esto el engaño comercial detrás los productos adictivos que ofrecen falsas promesas a sus clientes, específicamente alrededor del mercado relacionado con la belleza y el cuidado físico.
Mientras Elisabeth sacrifica su propio cuerpo persiguiendo una idea que ni siquiera disfruta, porque en realidad la otra vive su vida aparte, Sue en el fondo no hace más que gozar su propia existencia sin tener que dar nada de su parte. Desconociendo por completo la rutina y quehaceres de su versión complementaria, las perspectivas de vida de cada una difieren por completo y Sue comienza a deleitarse con las atenciones y oportunidades que le traen su edad, físico, juventud y belleza, hasta alimentar una vanidad que se vuelve tan ambiciosa como tóxica, reflejo en cierto sentido de las propias obsesiones de su matriz, de Elisabeth.
Las puertas se le abren por el atractivo de su imagen exterior, retroalimentando así esa idea distorsionada de que su única valía proviene de su físico. En las audiciones para encontrar a la nueva conductora que reemplazará a Elisabeth, los encargados sólo miran el cuerpo de las aspirantes y descartan candidatas ante cualquier imperfección que no se alinee con el molde de mujer ‘perfecta’ que se ha impuesto a la sociedad: la siempre dispuesta, la que siempre sonríe y la que siempre es coqueta, como si eso fuera todo lo que pudiera ser o importara en una mujer.
Eventualmente Sue no sólo desplaza muy literalmente a Elisabeth, tomando su lugar en la cadena televisiva, sino que la aceptación, los aplausos y las atenciones, todo aquello que la otra anhelaba, se convierten igual para Sue en un motor autodestructivo, detonante además de una codicia despiadada. Lo que esto desencadena en ella es el abuso de ‘la sustancia’, porque Sue no se conforma, no quiere vivir sólo 7 días para quedar inconsciente 7 más. Ella está hambrienta de elogios y no se da cuenta que su ascenso es reflejo de la banalidad de la sociedad para con los valores humanos, porque, así como Elisabeth, Sue está convencida que la fama, efímera o no, significa éxito y placeres, lo que a su vez significa realización personal, algo que ansía, empujándola a caer en el mismo ciclo de sexualización de la mujer que la llevó a estar donde está, toda vez que su programa de aeróbics está más orientado a mostrar en pantalla sus atributos físicos que a enseñar a su audiencia la mejor rutina de ejercicio.
En cuanto Sue comienza a abusar de Elisabeth, negándose a cambiar de lugar con ella y extrayendo más ‘líquido estabilizador’ del permitido, la consecuencia directa la sufre la otra, que paga con lo más valioso para ella, su belleza, su cuerpo y sobre todo su juventud, ya que cuando Sue no cumple con los plazos, el resultado para Elisabeth es que su cuerpo se avejenta más rápido de lo normal.
El mundo de Elisabeth comienza a tambalearse cuando todo lo que le importa parece desaparecer e, inevitablemente, comparándose con Sue, termina por sentirse poco importante, imposiblemente amada y dolosamente criticada. Todo lo que valora es absorbido por alguien más, que irónicamente es ella misma. Sin embargo, ¿lo es? Sue no responde leal y honorable porque ella es la creación, la copia, la criatura forjada a partir de las partes de un original, como si de la criatura de Frankenstein, o ‘el nuevo Prometeo’ se tratara, una historia de Mary Shelley que en efecto habla tanto de la intromisión en el orden natural del ciclo de la vida, la aniquilación de la vida misma, el rechazo a partir de las apariencias, la desdicha que destruye al humano y la soledad que sufren las personas que además de no saber relacionarse, son incapaces de valorarse o estimarse a sí mismas.
Esa es Elisabeth, alguien tan desconectada de todo que construye su identidad no a partir de quién es o quiere ser, sino a partir del trato y percepción de los demás hacia ella. Su anhelo es encontrar de nuevo aceptación, pero mide este valor a partir de la banalidad de la sociedad en función a su fijación con la belleza física. Cuando Elisabeth tiene, por ejemplo, una cita, se maquilla, desmaquilla, peina, despeina y cambia de ropa tantas veces como puede, en parte buscando la imagen ideal con la que sentirse satisfecha con lo que mira en el espejo, pero la verdad es que le es imposible estar a gusto en su propia piel y termina por faltar a la cita, insatisfecha por completo con su persona.
Si en ‘El nuevo Prometeo’ la criatura se enfrenta a su creador cuestionando la razón por la que existe, en este caso Sue no enfrenta sino más bien se venga hasta apartar y tomar el lugar de Elisabeth, asumiendo su propia existencia como más valiosa y digna que la de la otra, su ´creadora´, hasta consumir, como en la novela literaria de Mary Shelley, la vida, aquí muy literalmente, de su benefactor, de su creador, de quien no se siente ni su semejante, ni se identifica con ella emocionalmente.
Como se podría esperar, al igual que Elisabeth, Sue se ve devorada por su obsesión tanto por la belleza y la perfección como por la necesidad de ser aclamada y reconocida hasta un punto presuntuoso y engreído. Sólo entonces ambas parecen ser en efecto dos versiones de la misma persona, con las mismas inseguridades, la misma manipulable baja autoestima, la misma urgencia por saberse el objeto del deseo de la multitud, al habitar en un mundo donde la superficialidad, la futilidad en todo aspecto de la vida, es aceptada y promovida, volviendo a las personas desinteresadas, superfluas, desconectadas, persuasibles, carentes de opinión, de carácter, de capacidad de análisis y de juicio constructivo, de tal forma que lo único que les importa es la fachada, las apariencias, la opinión de los demás; la belleza es asumida como atractivo seductor, como símbolo sexual, donde lo importante es ser llamativo a toda costa, por encima de ser auténtico. La persona es tratada en el mundo del espectáculo como objeto y ellas, o ellos, se asumen como tales, conformándose con la fama estéril que, sin embargo, los hace sentirse realizados. Lo cual nos muestra la miseria de la cultura.
Habiendo explotado al máximo a Elisabeth, quien trágicamente, tras resentir la explotación de otros, termina siendo presa de auto-explotación (viendo a Sue como una versión salida de sí misma), Sue recurre a reusar al máximo ‘la sustancia’ y asumirse como ‘la original’, ignorando las explícitas instrucciones que prohíben la reutilización del producto, dando como resultado una segunda criatura, ahora un monstruo que fusiona ambas versiones anteriores, la original (Elisabeth) y la copia (Sue).
Este híbrido grotesco, llamado ‘Monstruo Elisasue’, es el epítome de todo lo que está mal con la sociedad; representa su obsesión con la belleza física externa hasta un extremo lamentablemente risible, refleja el odio que la gente siente hacia sí misma por no poder alcanzar estándares irreales de vida impuestos precisamente para que sigan anhelando en lugar de encontrando realización, donde la meta ya no sólo es la imagen perfecta, también es la vida perfecta, la pareja perfecta, el empleo perfecto, la comida perfecta, la velada perfecta, el viaje perfecto, etcétera.
El monstruo también es una manifestación del sensacionalismo ya no sólo mediático sino como forma de vida; entre más grande, extravagante, caricaturesco y ridículo sea el espectáculo, más afición, miradas y audiencia atrae. Esto aplica a las noticias, las redes sociales y las dinámicas mismas incluso en la política. La belleza definida como cualidades que son percibidas placenteras, una obra de arte o un atardecer, ya no es la única forma de emocionar y atraer la atención, ahora parece que los mejores resultados se consiguen haciendo todo lo contrario, ofreciendo escándalo, controversia, sensacionalismo, contenido macabro, siniestro y aberrante.
Curiosamente la película elige este camino narrativo, la de una historia visualmente inquietante y repulsiva, como para recordarle al público que se trata de una sátira surrealista que combina ciencia ficción y terror; un relato con crítica social que pone el dedo en la llaga y es desagradable en pantalla a propósito, porque de eso se trata la sátira como género narrativo, presentar un discurso y análisis mordaz y punzante para hablar, en este caso, de la fama ligada a la popularidad efímera o transitoria, la enfermiza fijación con el físico y la juventud al que las personas son sometidas y arrinconadas, la ambición como medio a la autodestrucción, la presión social por cumplir estándares o roles específicos, la cosificación y discriminación como rutinas aceptadas y ampliamente reproducidas, la explotación que hay en la sociedad misma del prójimo y la trivialidad del ser como medio o medida de convivencia social.
El verdadero terror es que lo que presenta la película no es un imaginario probable sino una realidad palpable, en donde la gente ansía la fama porque quiere atención, porque cree que sólo así puede sentirse bien consigo; en donde se ansía ser amados por las masas, porque se es incapaz de amarse uno mismo; donde el miedo constante a ser tratado como insignificante o invisible llegada cierta edad es verdadero, abrumador; y donde el problema no es sólo la constante crítica al físico de las personas, sino que parece que ya estamos condicionados a ser así de intolerantes y racistas respecto a la apariencia de los demás y, sobre todo, autoexigentes por alcanzar determinada imagen hasta un punto de autodestrucción. Así que tal vez, si la historia es visualmente desagradable y grotesca, es porque en relación con la temática que se aborda, la sociedad es exactamente igual.
Ficha técnica: La sustancia - The Substance