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Tlacuache

César Garza
César Garza
Tlacuache

El jardín presentaba un aspecto tan maravilloso que parecía como si unos magos lo hubieran atravesado dibujándolo.

Frances Hodgson Burnett, El Jardín Secreto

 

   En la tibia penumbra nocturna, el Tlacuache despierta. Es un marsupial nocturno conocido por su habilidad para trepar. Su hocico vibra con los olores de la tierra, el salitre del mar y el rastro dulce de fruta madura. Su cuerpo gris se desliza entre los troncos con una agilidad primitiva. En su lomo, sus crías se aferran con colas enrolladas como raíces buscando tierra.

   El tlacuache no es veloz ni fiero. Su estrategia es la astucia. Sabe esperar, sabe fingirse muerto si el peligro acecha. Pero esta noche no hay peligro, solo hambre y la promesa de un festín en el Jardín Secreto.

   El Jardín es un laberinto de texturas y aromas. Los humanos han dejado aquí fragmentos de su alma convertidos en piedra, madera y metal. El tlacuache huele el dulce fermentado de cáscaras de mango, y restos de pan endurecido en el depósito para la composta. Pero esta noche, algo más lo detiene. No es comida ni peligro. Es algo que simplemente está.

   Entre los árboles, iluminada por la luna perezosa, una escultura se alza. Alta, silenciosa. No huele a nada, pero su forma le sacude los huesos con una certeza ancestral. Es una deidad. No como las de los humanos, que requieren nombres y plegarias. Esta es otra cosa: presencia, piedra que observa sin mirar. Y el tlacuache lo sabe. Se yergue sobre sus patas traseras, alza el hocico en un gesto que podría ser respeto o miedo. Y se inclina. Una reverencia torpe, honesta. Sus crías chillan inquietas, pero él no se mueve. Por largos minutos, la escultura y el tlacuache se observan en su extraño diálogo silencioso.

   Desde esa noche, la rutina cambia. La búsqueda de alimento se convierte en un ritual. Antes de olisquear entre las sombras, el tlacuache se detiene ante la escultura. Repite su reverencia. No hay respuestas ni milagros, solo una extraña paz en sus huesos, como si la piedra entendiera lo que es vagar en la noche con el peso de la vida sobre el lomo.

   Los humanos notan su presencia y aunque les gusta observarlo, no saben de su culto secreto. No imaginan que, en la penumbra, una criatura de cola prensil y ojos de luna ha encontrado algo sagrado en lo que ellos llaman arte.

   Las noches pasan. Las crías crecen y se van. Pero el tlacuache sigue ahí. No sabe de tiempo ni de dioses. Solo sabe que la escultura espera. Y mientras tenga aliento, seguirá inclinándose ante ella.

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