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Toy Story 3

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

Dejar ir algo no forzosamente significa olvidarlo, también puede referirse a permitirle espacio para encontrar desarrollo, oportunidades e incluso libertad. No es abandono si se hace pensando en apoyo y no en desdén, pero incluso si lo fuera, el reto es ver la oportunidad que se abre en lugar de la puerta que se cierra. Por eso es tan difícil desprenderse de algo o de alguien, porque implica nuevas experiencias, desafíos, crecimiento e incertidumbre, tanto para uno como para el otro en la ecuación. En breve, ‘dejar ir’ puede ser en esencia un acto de amor, una demostración de afecto para dejar que el ser amado emprenda su propio vuelo.

Del pasado se aprende, así que todo aquello que se deja atrás no se pierde si se le honra y convierte en un punto de partida para la mejoría; esto aplica a las personas, las cosas, los momentos, las experiencias, los recuerdos y las lecciones de vida. ‘Dejar ir’ lleva entonces a la maduración y sucede en periodos clave, como el paso de la niñez a la adolescencia, aunque puede presentarse en cualquier momento o etapa de la vida.

La película animada de Toy Story 3 (EUA, 2010), la tercera de su franquicia cinematográfica, es una historia que habla sobre la decisión de desprenderse de aquello de lo que es necesario desprenderse para poder crecer, cambiar y, en esencia, evolucionar; también habla del sentido de pertenencia y del apego que se puede tener con objetos materiales a los que se les da un valor e importancia según lo que representan simbólicamente para aquel que los guarda.

La saga ha hablado de forma creativa del papel que tiene la imaginación, pues trata de las aventuras de unos juguetes que cobran vida cuando los humanos no los ven y que encuentran siempre su camino de vuelta a su dueño, Andy. Habla de lo que la infancia significa en el proceso de crecimiento y del lazo que creamos con todo aquello que se vuelve emblemático y valioso y que, eventualmente, recalca esta tercera película, hay que dejar ir.

Si bien sus antecesoras se centran en la relación de apoyo entre Andy y sus juguetes, ahora el reto es entender que ese niño ha crecido y que, como él, es momento para ellos de hacer lo mismo. No son personas, son objetos, pero su propósito es una analogía para hablar tanto de la gente como de las cosas que tienen una función de apoyo vital en nuestra existencia, el apego que se crea con ellos y el desprendimiento que subsecuentemente tiene que suceder. 

Aquí Andy está dejando atrás la adolescencia y se prepara para mudarse de casa e ir a la universidad. Sus juguetes ya no son necesarios porque esa etapa infantil, de juego y entretenimiento con ellos ha quedado atrás, sin embargo, las experiencias vividas y los recuerdos acumulados siguen ahí, como elementos clave de su formación y personalidad. El problema es que si Andy ya no ‘los necesita’, porque ya no es un niño que se ocupe y divierta con el juego, vista como actividad esencial para su desarrollo, que ahora será sustituida por otras, aquellos objetos que en su momento fueron compañeros de todos los días ahora tienen que ser guardados.

Es entonces que Woody, Buzz, Jessie y el resto de los ‘amigos’ predilectos de Andy entran en conflicto. Toda su existencia se ha definido por la alegría que pueden traer a su dueño y esto ahora se ha ido. Su mayor miedo es que sus dos futuros posibles a la larga impliquen lo mismo y que, al no tener utilidad o funcionalidad, su existencia deje de tener valor.

Temen ser almacenados en el ático, abandonados y olvidados; pero temen más ser llevados a la basura, rechazados y, en su momento, desechados. La película habla con ello, a forma de alegoría, de los temores que atraviesan las personas en la vida real ante la sensación de que sólo importan si aportan algo esencial a alguien; condicionado además por la presión que representa la idea de que, como nadie es indispensable, todos somos reemplazables, substituibles, desechables; por lo tanto, pareciera que el apego es una ilusión momentánea, que olvidar es tan simple como sustituir y que ‘dejar ir’ puede asumirse como dar la espalda a aquello que aparentemente importaba.

Para los juguetes, pasar de ser fundamentales para Andy a ser guardados como si no significaran nada es algo que pesa. Para las personas es igual, se está en la cima cuando se tiene un propósito y cuando hay alguien que se preocupa por su existencia y bienestar, pero el olvido, la indiferencia y la soledad significan la falta de una razón, función y valoración, por ende, la inexistencia: ¿Quién soy si no soy único? ¿Quién soy si lo soy, pero nadie más lo valora?

Andy finalmente decide llevarse consigo a Woody a la universidad, ese juguete con el que el lazo de apego es más fuerte, el objeto que simboliza su niñez, los recuerdos de su infancia y el estandarte de amistad que marcó sus días de juego en la inocencia, estandarte, al mismo tiempo, de los demás juguetes que también fueron especiales, porque importan pero no tanto como Woody, si bien guardarlos significa conservar el recuerdo asociado a ellos.

En contraste el ático implica olvido, al menos para estos juguetes. Su propósito era “estar ahí para Andy”; en la infancia y adolescencia eso era el juego, el entretenimiento y el aprendizaje, el ocasional apoyo emocional o el divertimento improvisado. Qué motivador pueden encontrar ahora que ese ser que antes los necesitaba, como compañeros, pero sobre todo como amigos, ahora ha madurado lo suficiente para tomar decisiones sin su ayuda y construir su rumbo solo, apoyándose en otro tipo de objetos, personas y momentos. ¿Es mejor vivir aferrado al pasado seguro o arriesgarse a un futuro nuevo?

La pregunta cobra fuerza cuando la madre de Andy accidentalmente piensa que la bolsa destinada al ático en realidad es basura. El término duele aún más, porque los juguetes lo asumen como la acción de desechar algo que se considera desperdicio, como si además de ya no ser necesarios, tampoco fueran funcionales. Woody les insiste que todo se trata de un error, una equivocación imprevista, pero los otros se convencen de que su mejor opción es encontrar un nuevo camino, un nuevo propósito, un nuevo niño con quien jugar, por lo que se esconden en la caja de donaciones que termina en una guardería, ya que consideran esta nueva ruta la mejor opción para todos. 

Lo cierto es que en el fondo, si las personas se apegan a las cosas, no es tanto por la funcionalidad del objeto sino por lo que emocionalmente representa. Una casa, una flor, un auto, una prenda de vestir, un llavero, una fotografía, un juguete o lo que sea, si es importante para alguien es por lo que guarda en la memoria. Tal vez se le relacione con alguien, una decisión o un momento de vida, es posible que implique la culminación de un sueño o sea símbolo del esfuerzo que fue conseguirlo o llegar a él, por ejemplo.

No tiene nada de malo ni el apego ni guardar o atesorar objetos, el problema es cuando esto estanca a las personas, cuando la dependencia lleva al aprisionamiento. Si Andy deja a sus juguetes atrás, no es porque los desprecie, es porque llegó el momento de afrontar nuevas experiencias libre de aquello que corresponde a etapas de vida ya superadas, en este caso, la infancia. No puede ni debe seguir pensando y actuando como niño, porque ya no lo es. 

Siguiendo la lógica de que los juguetes son una analogía a los humanos, adaptarse es algo que debe suceder para Andy pero  también para todos los juguetes, según la organización y dinámica del lugar al que llegan, incluyendo sus reglas, contextos, ambientes, estructura y liderazgo. En la guardería quienes determinan la convivencia, orden y jerarquía de poder son un grupo liderado por Lotso, un muñeco de peluche que les da la bienvenida Buzz, Jessie y compañía, recibiéndoles aparentemente con brazos abiertos y la disposición de colaboración y trabajo en equipo.

Pronto se dan cuenta que Lotso no es equitativo; favorece a algunos y desfavorece a otros ejerciendo una autoridad egoísta que rige por medio de la imposición, el control, la vigilancia y la fuerza, porque así evita revueltas o que su posición como líder sea cuestionada. Lotso siente un desdén hacia todo, no tiene lealtad con nadie y gusta de hacer sufrir a aquellos con la esperanza de una convivencia armónica y recíprocamente solidaria entre juguetes y niños. Su actitud es consecuencia del propio resentimiento que tiene hacia los humanos, luego de que, tras ser olvidado en el campo por su dueña (una niña que no quiso dejarlo a propósito sino que se quedó dormida y sus padres no repararon en la falta del oso de peluche), regresó a casa encontrando que había sido sustituido, pues su familia había comprado un muñeco idéntico a él para ponerlo en su lugar y ser el nuevo centro de interés de su antigua dueña. A partir de entonces se convence que para los niños los juguetes no significan nada, no son únicos o especiales, sino desechables y reemplazables; y asume que la lección es, o se sobrevive solo o no se sobrevive. 

En lugar de buscar unidad, apoyo y supervivencia con los otros juguetes que fueron extraviados como él, Lotso elige rencor y amargura, que esparce cuando llega a la guardería y toma el control del sistema, destruyendo todo anhelo de felicidad que otros pudieran albergar. Así como Lotso hay muchas personas en el mundo real que se sienten desdichadas o incomprendidas y que buscan aceptación en cualquier grupo social que los reconoce, retando o contrariando el canon o que hábilmente busca y aprovecha sus debilidades para mantenerlos integrados para sus fines.

Woody por el contrario apela a la unidad, la lealtad y al apego no como dependencia sino como soporte; a la colaboración entre juguetes, no a la competencia. Lo entiende así porque Andy se comporta igual; sus juguetes fueron en su momento amigos y ese lazo es irrompible, no importa la distancia, tiempo o espacio de por medio. Si cuando sus juguetes favoritos regresan nuevamente a él, decide donarlos a Bonnie, una niña que sabe los valorará y respetará, entiéndase cuidará y apreciará en lugar de destruir y maltratar, es porque Andy toma la decisión de seguir adelante y permitirles a los otros hacer lo mismo; guardarlos en el ático sería más egoísta que cederles la posibilidad de una ‘nueva vida’. Dejarlos ir, especialmente a Woody, una presencia constante y significativa, es también madurar, es entender que es tan necesario como importante para él.

La relación que tiene con sus juguetes no se pierde pero tampoco lo aprisiona. Andy no puede seguir jugando con ellos por siempre, no puede seguir teniendo los mismos intereses, anhelos, temores e inquietudes porque ya no es un niño de 7 años, ha madurado, crecido y evolucionado. Los juguetes quieren jugar y eso es algo que ya no pueden encontrar con Andy. La vida es así, relaciones que evolucionan, personas que cambian, situaciones que importaron pero que ya no pueden seguir reciclándose porque significaría repetir la misma respuesta, estancarse. En la vida hay que cambiar y, a veces, hay que ‘quemar las naves’, arriesgarse, ser audaz para abrir paso a nuevos ciclos; a veces hay que girar suficientemente las cosas para que el cambio pueda suceder, despedirse del pasado con agradecimiento y no desdicha, aunque hacerlo no sea fácil. Las cosas que importan cuestan y requieren esfuerzo, pero no olvido. 

Ficha técnica: Toy Story 3

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