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Tulip Fever

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

‘Tener’ o ‘poseer’ en el sentido de apropiarse de forma personal, privada o exclusiva de algo no es una necesidad básica, sin embargo, es una que el humano prioriza por sobre muchas otras. Riqueza, bienes materiales, posición social, entre otras cosas, se vuelven un deseo, un anhelo, eventualmente una ambición e incluso una obsesión. Es el motor que mueve al mundo, especialmente el materialista y capitalista, el de la compra y venta, la ganancia y pérdida, la acumulación, el estatus y el poder adquisitivo.

Tener siempre más, se asocia al éxito, realización, bienestar y reconocimiento. Parece como si siempre hubiera algo más que alcanzar o a lo que aspirar; el problema es cuando esto se usa en nuestra contra, cuando alguien le pone un precio y lo convierte en algo que se puede vender y comprar, si bien en realidad simplemente se trata de una idea o un ideal que el sistema ha aprendido a monetizar.

La película Tulip Fever (EUA-Reino Unido, 2017), dirigida por Justin Chadwick y escrita por Tom Stoppard y Deborah Moggach, a partir de la novela homónima de la también autora, está protagonizada por Alicia Vikander, Dane DeHaan, Christoph Waltz, Jack O'Connell, Holliday Grainger, Tom Hollander, Zach Galifianakis y Judi Dench. Se ambienta en Ámsterdam a mediados del siglo XVII, en una época conocida como ‘tulipomanía’ o ‘crisis de los tulipanes’, una burbuja especulativa económica que se dio alrededor de la compra-venta de bulbos de tulipán, que llegó a su fin en 1637 dejando a su paso una crisis financiera.

Tulip Fever, el título de la cinta, se traduce como ‘la fiebre de los tulipanes’ y de eso se trataba la tulipomanía, de una euforia alrededor de la conjetura, negociación, oferta y demanda alrededor de los bulbos de tulipán, que se volvieron tan preciados, sinónimo de riqueza y estatus, que su precio se disparó y subió y subió hasta que un buen día simplemente dejó de hacerlo. 

Entre más raras y únicas eran las flores, más preciadas eran para los que comerciaban con ellas, sin embargo, su valor dependía de muchas otras variables, especialmente por tratarse de bienes perecederos. Esto significa que el comerciante podía ofrecer un título de compra que aseguraba a la persona el derecho de pertenencia, pero ello no daba certeza en que el bulbo florecería de manera ideal ya que podrían presentarse factores externos como plagas, lluvias, inundaciones y hasta mutaciones propias de las plantas. Un bulbo por el que se pagaba mucho a la larga podía terminar perdiendo por completo su valor, mientras que uno por el que se pagara casi nada, podía terminar valiendo mucho.

Por otra parte, como ejemplifica la película, tenía también que ver la propia especulación financiera. Para explicarlo de manera general, algo que se compra se puede vender y revender y volver a comprar tantas veces como se quiera, hasta cambiar significativamente su precio, en función de la percepción de valor que se crea alrededor de esa constante compra-venta en el mercado; qué tanto se mueve un producto, qué tanto se compra, se vende, se ofrece y se le solicita, qué tanto está en boga y qué tanto está disponible, todo impacta. Así, inversión, precio y ganancia van fluctuando alrededor de la expectativa del valor de dicho bien en el mercado.

Dentro de la narrativa, como supuestamente sucediera en la vida real, comerciar con tulipanes era visto como un camino hacia el progreso en un mundo que entraba al capitalismo; un medio para ganar riqueza, posición social y un mejor modo de vida, a la mano de cualquiera que se animara a aventurarse en esta dinámica comercial. En un contexto en el que el dinero, la abundancia y la opulencia sólo podían obtenerse a partir de una jerarquía de clases dictada por la realeza y, en donde difícilmente alguien de clase trabajadora, plebeya o humilde, podía ascender, porque fortuna y títulos nobiliarios se heredaban o se conseguían gracias a matrimonios arreglados, realizados para conservar rangos, encontrar una oportunidad para el enriquecimiento inmediato resultaba atractivo casi para cualquiera que tuviera dinero disponible.

La oportunidad para muchos era esa, el comercio de un bien que se había vuelto, inesperada y repentinamente, súper valorado; sin embargo, en un mercado volátil, sujeto a la popularidad de la novedad, una expectativa así pende de un hilo, porque la especulación descansa en la suerte, lo mismo que en manipular oferta y demanda. Fascinación y ambición son factores peligrosos porque el ansia de ganar más, conduce a arriesgar innecesariamente, tal y como sucede con cualquier adicto a los juegos de azar.

Tener riqueza material y financiera no siempre es sinónimo de felicidad, pero si se valora el mundo de esa manera, la frustración será constante para la mayoría de los que sueñan con enriquecimiento fácil. Empujar a la gente a aspirar a más, buscar ganancia fácil, acumular y engañar es la trampa del capital para ocultar la explotación de los ciudadanos, convertir en mercancía cualquier bien o servicio y aceptar resignadamente la situación social porque no se es capaz de aprovechar las ‘oportunidades’ que da el sistema.

El contraste para otorgar perspectiva a la reflexión proviene de las dos historias de amor que mueven la narrativa. Por un lado está Sophia, una huérfana que ha crecido en un convento, que recibe una propuesta de matrimonio de Cornelis Sandvoort, un comerciante de especias que paga una dote por Sophia, lo que permite a las hermanas de ésta viajar al continente americano, a los asentamientos que en la época estaban llegando a América del Norte.

Cornelis más que anhelar una esposa ansía un heredero; por lo mismo, su relación con Sophia siempre parece una transacción e incluso, eventualmente, se da cuenta que la percepción de ella es que ‘la compró’. “Ama, honra y obedece”, le dicen las monjas a Sophia, educada para responder siempre sumisa, dócil, convencida de que es incorrecto perseguir sus propios intereses y prioridades y dudosa de si su responsabilidad es comprometerse emocionalmente, porque su matrimonio en realidad fue un intercambio comercial.

La relación no es afectuosa ni feliz y aunque Cornelis no la maltrata físicamente, tampoco la comprende, porque desde un inicio la ve como una propiedad, alguien destinada a ser la madre de sus hijos, por sobre su rol como pareja o como mujer. La distancia entre ellos los hace dos extraños viviendo en la misma casa, compartiendo la misma cama; una vida, para Sophia, infeliz y fría, incluso sintiéndose culpable de no poder tener hijos, incumpliendo las expectativas de su esposo y del medio social. La situación cambia radicalmente cuando conoce a Jan van Loos, de quien se enamora; él es un pintor contratado por Cornelis para realizar su retrato, esperando que éste se convierta en su legado, algo que le permita trascender tiempo y espacio, en espera de tener un heredero.

Sophia disfruta de una posición social privilegiada, tiene joyas, vestidos, servidumbre a su disposición y un futuro asegurado por el hombre con el que se ha casado, pero no es feliz, no disfruta su existencia ni sueña con algo por qué vivir, por lo menos hasta que conoce a Jan, alguien que la anima, la enamora, la complace, pero con quien tendría una vida humilde, muy lejos de los lujos a los que ahora está acostumbrada, porque él es un soñador que, como artista, prácticamente vive en la bancarrota.

Por otra parte se encuentra María, la doncella de Sophia, quien la mira y compadece, pues si algo ha aprendido de su propia experiencia de vida es que nadie puede tener siempre todo. Ella está contentamente enamorada de su novio Willem, un vendedor de pescado, oficio que le permite sobrevivir y también soñar. Ella es una doncella, una sirvienta, él es un comerciante menor que gana lo mínimo para pagar al día sus deudas; juntos no tienen mucho, no pueden aspirar a nada y no les queda más que imaginar y fantasear con la ligereza libre de preocupaciones y la pomposidad de la clase adinerada. Y a pesar de todo, su mundo tiene más días alegres que tristes, muchos más que los de Sophia y Cornelis.

Tener todo y no ser feliz o no tener nada pero vivir en armonía, esas son las dos realidades contrarias de Sophia y María respectivamente, cuyos destinos se van entrelazando y cambiando radicalmente por la ‘fiebre por los tulipanes’, o dicho de otra forma, por la transformación social, financiera, política y de jerarquía de clases que llega con el comercio casual y el enriquecimiento o empobrecimiento repentino. 

El primero en verlo como una posible solución a su situación social, arriesgándose, sabiendo que no hay nada seguro, es Willem, quien invierte en los bulbos más simples que puede pagar, en  espera de revender en el momento indicado para aumentar su valor, para después usar esa ganancia reinvirtiendo en tulipanes más valiosos y luego repetir el ciclo: comprar, vender, ganar; comprar y volver a vender hasta acumular ganancias. Su suerte llega cuando uno de estos tulipanes resulta una mutación tan rara, bella y única que lo hace muy valioso: una flor blanca con una raya roja. 

Esto inevitablemente cambia la percepción de las cosas. Haber pagado tan poco por algo que ahora puede vender al precio más elevado imaginable, dándole una ganancia suficiente para casarse con María y comenzar una nueva vida. Esta posesión no obstante, también lo vuelve blanco de envidia, avaricia y oportunismo de otros; Willem pierde todo cuando le roban su dinero y tras un altercado en un bar termina enlistado en la marina, en un barco que zarpa hacia otro continente, dejando a María embarazada. Entonces María, ante la realidad desfavorable que enfrenta como madre soltera, chantajea a Sophia, quien, por su parte, idea un plan para, según ella, beneficiar a ambas; el plan consiste en hacer creer a Cornelis que es Sophia la embarazada y dejar a la hija de María en manos del comerciante, fingiendo la muerte de Sophia en el parto, para poder huir con Jan y, al mismo tiempo, asegurar que la hija de María tenga un mejor futuro.

El tulipán más preciado de Willem queda en manos de las monjas, en el convento donde se siembra y cuida de todas estas flores, junto al resto de su lote abandonado. Por fortuna y vicisitudes de la vida el lote con el tulipán especial llega a manos de Jan, quien, igual que Willem, llega al convento y al comercio de los tulipanes en busca de enriquecimiento fácil, con un fin último muy parecido al del pescador: casarse con la persona amada, en este caso, Sophia. 

Luego de recibir el lote abandonado de tulipanes de Willem y comenzar a mover tanto dinero como producto, hasta favorecerse de la burbuja financiera especulativa, Jan compra el codiciado bulbo blanco con una raya roja, esperando que la alta expectativa en él le permita elevar su precio al tope. El problema es que queriendo ganar demasiado en el menor tiempo posible, presa de la avaricia pero también del deseo de dotar a Sophia del estilo de vida que lleva con Cornelis, el pintor comienza a gastar más de lo que tiene y se endeuda para llevar a cabo sus planes.

Asume que ganará una buena suma de dinero porque confía, equivocadamente, en que en esta especie de subasta de flores sólo se gana y nunca se pierde, por tanto, se compromete comprando bienes y servicios que necesita para huir con Sophia, bajo la promesa de pagar en cuanto obtenga el dinero que, asegura, conseguirá en el mercado de tulipanes. En corto, compra con dinero que no tiene, con promesas, confiando en la especulación financiera; el resultado es incierto pero no lo sabe. El escenario es casi idéntico a cómo funcionan los créditos y las tarjetas de crédito en el mundo actual: dinero inexistente, promesas de pagos, compromisos y gastos a futuro, ilusión de que dinero produce dinero. El problema de fondo es que alguien tiene que absorber todos esos costos.

Aquí, Jan, Willem y todos los que participan en el intercambio financiero especulativo lo que hacen es apostar, prendándose de una fantasía ilusoria. La metáfora directa son las historias de amor, de Sophia y Jan o de María y Willem, que reflejan también el intento por escapar confiando en la promesa y la ilusión de burlar al orden establecido. Abandonar, en el primer caso, un matrimonio de conveniencia; en el segundo, alcanzar la felicidad obstaculizada por las circunstancias sociales.

La pregunta que esto plantea es si felicidad y prosperidad dependen del dinero, por asociación, de la posición social y la estabilidad económica, o si estas parejas pueden encontrar satisfacción en sus vidas sin los lujos a los que aspiran o independientemente de ellos. Es casi como si encontrar amor fuera lo mismo que apostar a la venta de tulipanes, esperando siempre más, hasta el día en que toda la expectativa se derrumba y desaparece. ¿Importa más su amor o el deseo materialista que se impone en la realidad que les rodea? ¿Dónde queda la ética cuando el individuo cede a los excesos, tanto propios como del conjunto social?

Si hay una lección práctica que se puede desprender de la burbuja financiera especulativa al transportarla a la realidad más rutinaria, es cómo ese juego especulativo entre la incertidumbre, el anhelo, la esperanza y las promesas, empuja a tomar decisiones arriesgadas, a apostar sin tener la certeza de que se puede ganar, a desear tanto la riqueza que se pierde de vista que igual se puede perder todo. 

Cualquier burbuja, tanto financiera como metafórica, crece y crece hasta que el contenido, en este caso los precios sobre-valuados explotan; entonces muchos de aquellos que tenían y acumulaban bienes, dinero o ganancia (porque muchas veces no es ni tangible ni visible) terminan sin nada, al menos sin nada que ahora tenga valor. Se trata de un espejismo que, curiosamente, a pesar de las engañosas apariencias continúa alimentando al sistema económico de la propiedad privada y la libertad de comercio, donde ganar, tener, poseer y acumular, continúan siendo una prioridad. Y el amor, desde luego, no se adquiere con abundancia de bienes materiales sino, acaso, se aparenta.

Ficha técnica: Tulip Fever

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