La segunda mitad del sexenio arranca el próximo martes. Con ella, el último año durante el cual el presidente Enrique Peña Nieto ejercerá sin la presión sucesoria su mandato, aunque en el marco de un adverso entorno económico, una convulsa actividad política -cuando menos, electoral- y un creciente malestar social que, en estos días, activa acciones imaginativas y efectivas, así como movimientos radicales y desesperados.
Pese a su deseo e intención, el mandatario no ha conseguido remontar el sino de los dos últimos sexenios: pasar de la administración de los problemas al gobierno de las soluciones. Y, en el caso particular, desatar los nudos que atan su posibilidad: la violación de los derechos humanos, la corrupción, la reducción de la política a un asunto de cuates y de cuotas, la práctica de convertir el gobierno en agencia de colocación de socios o amigos y la consolidación de las reformas estructurales.
El mandatario encara, si está en su voluntad afrontar el reto, un enorme desafío. Replantear la estrategia de su gestión en el afán de conquistar el gobierno y, sobre la base de la acción decidida, frenar el desbocamiento de la carrera sucesoria, precipitado no sólo por la ambición de los suspirantes sino también por la ausencia de un liderazgo manifiesto.
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Si en su primer año la administración asombró por la capacidad de transformar la debilidad de las oposiciones panista y perredista en fortaleza del régimen y por la velocidad de modificar la Constitución para dar marco jurídico a las reformas estructurales, en el segundo año asombró por el desvanecimiento del impulso original y la pérdida de la iniciativa política. En el tercero, la administración asombró por el constante titubeo político que terminó por paralizarla.
A lo largo del tercer año, cinco problemas vulneraron las posibilidades de la administración. Problemas ante los cuales se echó de menos la audacia, la sensibilidad, la osadía y la inteligencia originalmente mostrada.
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Esos problemas fueron y son:
Uno. La desaparición de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa. Ese terrible acontecimiento fue la gota de sangre que derramó el malestar ante la indiferencia o, al menos, la tibia actuación de la anterior y la actual administración frente a un asunto que estremece, pero no acaba de conmover a la nación: la muerte y la desaparición de miles de personas a manos de la violencia criminal y la violencia oficial que exhibe a un Estado incapaz o desinteresado en garantizar el más elemental derecho: el derecho a la integridad y la vida. Llámese Ayotzinapa, Tlatlaya, Apatzingán, San Fernando, Salvárcar... la actual administración no ha mostrado auténtica voluntad ni decisión por remontar esa realidad que desató Felipe Calderón, así un día y otro también organismos nacionales o multilaterales exhiban su indiferencia o pobre acción.
Dos. La adquisición de casas por parte del mandatario y su secretario de Hacienda con facilidades ofrecidas por un contratista del gobierno, expuso el grado de corrupción e impunidad prevaleciente de las administraciones con proveedores y gestores. Esas casas son el emblema del diario acontecer que, constantemente, golpea a la conciencia con los increíbles telefonemas de directivos del consorcio OHL donde festejan la transa y se burlan de las autoridades; con el cobro de "moches" que subraya el parentesco del PAN con el PRI; con el desvalijamiento de las delegaciones y municipios por parte del perredismo que, en el colmo del cinismo, presenta a los señalados como víctimas del enriquecimiento...
Tres. La desintegración y descomposición del trípode político -el Pacto por México- que, por un lado, exhibió al panismo y al perredismo como cómplices de la reducción de la política a un asunto de canje de canonjías, puestos y privilegios y, por el otro, fortaleció al Movimiento de Regeneración Nacional en su rol opositor y consolidó a su figura más emblemática, Andrés Manuel López Obrador, como un líder opositor firme.
Cuatro. El nombramiento o la promoción de amigos y/o socios por parte de la administración en posiciones claves sin reparar en la idoneidad de su perfil. El colmo de ellos, el del ministro Eduardo Medina Mora o el del hoy ex subsecretario Arturo Escobar que, desde el primer momento, resultaba insostenible en el puesto. Designaciones hechas en aras de la amistad o el pago de compromisos que desprecian la institucionalidad. Un ejemplo elocuente, sin ánimo de cuestionar la prestancia de los involucrados: la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, hechura de la administración, lleva en tres años, tres secretarios.
Cinco. Las trece reformas que, una y otra vez, se presentaron como las palancas para mover a México, cuando apenas se habían concretado a nivel legislativo, no tienen el carácter estructural que se les confirió. Más de una se tambalea. La adversidad del mercado resta posibilidad a la energética. El efecto anula la hacendaria. La miopía de sus autores, el panismo a la cabeza, plantea reformar la reforma electoral, el mazacote legislativo hecho sobre las rodillas. El sistema anticorrupción y el de transparencia se tropiezan o presentan deformaciones. La laboral merece un mausoleo, más que monumento. El sistema acusatorio advierte un peligroso retraso... y juegan en estos días su destino la educativa y la de telecomunicaciones.
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Sí, la segunda mitad del sexenio inicia el próximo martes y, con ella, el último año en que el presidente Enrique Peña puede actuar sin verse atenazado por su propia sucesión.
El mandatario se encuentra en el punto de inflexión, donde combinar la jefatura del gobierno y del Estado posibilita trascender como tal o sólo alcanzar, como los anteriores mandatarios, el título de administrador de problemas, tentado por la frivolidad, el brillo de las pequeñas ambiciones y la irresponsabilidad. El presidente Peña Nieto entra al final de su mandato en medio de un cuadro adverso y complicado tanto en la escala nacional e internacional, el punto donde dejará ver su verdadera talla.