Ya hay presidente electo y ahora es tiempo de reconciliación. Un nuevo gobierno, especialmente uno expresamente enfocado a cambiar el paradigma reinante, tiene la excepcional oportunidad de transformar al país. Para acabar con el clima rijoso que nos caracteriza y, sobre todo, para construir un nuevo futuro. Construir sobre lo existente para así enfrentar exitosamente los tres asuntos que AMLO planteó como prioritarios en esta campaña: el crecimiento económico, la pobreza y la desigualdad.
En las últimas tres décadas, los mexicanos pasamos de un sistema político autoritario abocado al control de la población que no toleraba competencia, hacia un régimen electoral competitivo, pero sin instituciones que generen certidumbre y protejan a la ciudadanía. Sin embargo, el común denominador sigue siendo el mismo: las elecciones constituyen una apuesta irreductible donde se juega "la vida" cada seis años. Ningún país serio puede sobrevivir semejante espada de Damocles, permanentemente amenazando la estabilidad política y económica.
En el régimen emanado de la Revolución, la figura central fue siempre la del presidente, cuyas facultades efectivas rebasaban con mucho las expresadas en la Constitución. La concentración del poder, combinada con el liderazgo de la estructura de control que ejercía el PRI, rebasaba el entramado legal y le confería facultades meta constitucionales al presidente. Aquellos poderes no sólo se expresaban en sus propias decisiones, sino que le conferían un papel central a las lealtades personales y grupales al presidente, mismas que se compensaban con la corrupción y, por ende, la impunidad. Ese es el régimen con el que los mexicanos hemos vivido desde hace casi cien años y que no se modificó ni en un ápice con los gobiernos del PAN. Ese régimen ha impedido un verdadero desarrollo y ha sido propenso a crisis recurrentes.
Tan central es la figura presidencial que cualquier elección -o decisión errada- entraña el riesgo de convertirse en un cisma. El problema no reside en una persona, sino en que la presidencia ostenta poderes tan vastos que puede afectar, en el viejo dicho, vidas y haciendas. En el pasado -en la era priista que, al menos en esto, concluyó en 2000- la sucesión presidencial era parte de un proceso acotado en el que el mandatario saliente procuraba limitar la probabilidad de que su sucesor rompiera los cánones y pusiera en riesgo la viabilidad del país, lo que ocurrió a partir de 1970. La oportunidad hoy es terminar con ese régimen político sin sacrificar lo que se ha construido para generar riqueza y empleos como nunca antes.
Las cosas cambiaron desde el 2000 porque los poderes inherentes a la presidencia disminuyeron (producto de su "divorcio" del PRI), pero surgieron poderes cuasi autónomos, como los gobernadores, a la vez que, con la competencia democrática, emergieron candidatos que no comparten los paradigmas previamente existentes. La suma de poder excesivo y ausencia de paradigmas compartidos exacerbó el potencial de dislocamiento asociado al cambio de gobierno, produciendo miedos, desequilibrios y crisis. Hoy existe la oportunidad casi única de dejar todo eso en el pasado.
México ya no es un país marginal en el mundo internacional. Cuando la economía mexicana estaba cerrada y (casi) todas las variables se encontraban bajo control gubernamental, los riesgos inherentes a la sucesión podían ser contenidos. Hoy, en el contexto de un sistema financiero abierto, una economía orientada a la exportación y una competencia inmisericorde por atraer inversión (en esto la inversión mexicana y la del exterior son indistinguibles) de la que depende el bienestar de la población, la capacidad para contener los riesgos es, simplemente, inexistente. No hay país que resista los embates de los mercados cuando se rompen los equilibrios financieros o políticos clave. Eso es lo que le pasó al imperio británico en 1992.
El México de 2018 es muy distinto al de mediados del siglo pasado, excepto en un factor: el régimen político sigue siendo, en su esencia, el mismo, pero ahora, en lugar de generar certidumbre, se ha convertido en la fuente de desequilibrios, riesgos y, de hecho, amenazas a la estabilidad. Los vastos poderes permitían que el gobierno actuara de manera concertada, como ocurrió durante la etapa del desarrollo estabilizador, pero también permitían toda clase de abusos burocráticos y políticos que quizá eran tolerables en una era anterior a la de las redes sociales. Hoy, con el acceso universal a la información, ha desaparecido la capacidad de control que era la esencia de aquel sistema.
La oportunidad radica en llevar a cabo la reforma política que el sistema anterior siempre rechazó, para construir pesos y contrapesos efectivos que le den viabilidad económica y política al país para el próximo siglo, una verdadera transformación. Sólo un presidente fuerte puede lograr esa revolución.
México necesita un cambio de régimen para construir un futuro distinto, sin pobreza y con equidad. El país requiere un sistema político fundamentado en el Estado de derecho, lo que quiere decir una sola cosa: pesos y contrapesos que protejan al ciudadano. Para lograr el desarrollo tan añorado y acabar con el clima de odio y confrontación.
@lrubiof