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Los costos de no hacer

LUIS RUBIO

Cuenta el anecdotario que el presidente Adolfo Ruiz Cortines tenía un escritorio completamente limpio, con la excepción de dos charolas: la primera decía "problemas que se resuelven solos" y la segunda "problemas que se resuelven con el tiempo". Esa filosofía de la política permitió mantener la paz a lo largo del tiempo, pero no evitó el colapso. Como tantos momentos de nuestra historia -y la del mundo-, las cosas funcionan hasta que dejan de hacerlo.

El porfiriato funcionó por algún tiempo, pero luego se colapsó; el desarrollo estabilizador le dio al país algunas décadas de acelerado crecimiento hasta que sus limitaciones inherentes lo acabaron por hacer inviable. Las diversas repúblicas francesas vieron similar suerte, tal y como le ocurrió a la era de las reformas en las últimas décadas en México. Cada uno de estos ejemplos comenzó con grandes expectativas pero acabó agotado, en buena medida por la complacencia que generó.

Se lanza una gran iniciativa, se hace lo necesario para que funcione con efectividad pero, unos años después, se agota y nadie hace nada para corregir sus errores, insuficiencias o malas consecuencias. El proceso que comenzó con bombo y platillo rinde beneficios decrecientes hasta que se colapsa: así ocurrió entre los cuarenta y el inicio de los ochenta del siglo pasado. En lugar de resolver los problemas, adecuar el modelo, introducir nuevos elementos y componentes, allanar el camino hacia adelante, nuestra historia ha sido la de evitar decisiones difíciles, preservar intereses depredadores, proteger grupos políticamente favoritos y, en una palabra, cuidar al statu quo. El efecto no debería sorprender a nadie: resultados insuficientes o incompletos, expectativas insatisfechas y, al final de cuentas, el colapso en la forma de un rechazo electoral al proyecto reformador.

Si algo es claro del proceso reformador de los ochenta a la fecha es que las reformas no fueron suficientemente ambiciosas o, al menos, que no se arroparon con el empuje integral que requerían para ser exitosas. Se pretendió que era posible liberalizar las importaciones de bienes, pero no hacer lo mismo con los servicios, lo que dejó a los industriales enfrentando competencia de alta calidad sin acceso a créditos, seguros y servicios diversos (comunicaciones, infraestructura) similares a los que caracterizaban a los productores de otros países. Se pretendió que era posible transformar la educación y dotar a los niños mexicanos con las herramientas y oportunidades que requerirían en el futuro para competir con sus pares japoneses, franceses o brasileños, sin modificar el control caciquil que caracteriza a los sindicatos magisteriales. Se pretendió que se podía someter a la competencia a unos pero proteger a otros. En condiciones como estas, es imposible esperar el éxito de un proyecto.

Cada una de las decisiones de obstaculizar las reformas puede ser explicada analíticamente en términos de los actores y correlaciones de fuerzas particulares en cada coyuntura, circunstancia que no es excepcional ni exclusiva de México, pero también es evidente que hubo una enorme complacencia en todos los ámbitos del poder político, económico y sindical. En contraste con países que no tuvieron mayor alternativa que seguir trabajando para hacer posible una mejoría sustancial en los niveles de vida de la población, en México la migración a Estados Unidos y el TLC permitieron que todo mundo se durmiera en sus laureles: la migración disminuyó la presión social y el TLC creó un estado de excepción que atrajo a la inversión. En lugar de extender ese espacio para que se generalizara y la excepción fuese lo que no funcionaba, lo que hubiera requerido afectar diversos intereses cercanos al "sistema", todos los actores clave sucumbieron a la competencia y crearon el entorno que hizo, en retrospectiva, inevitable el hartazgo y su consecuente rechazo popular al statu quo.

Es afortunado que el país goce del privilegio de contar con una población cada vez más pudiente fuera de México que sostiene a una enorme parte de la ciudadanía, sobre todo en zonas rurales, a través de sus remesas. También lo es que las exportaciones permitan mantener la estabilidad de la balanza de pagos y contribuyan decisivamente al crecimiento de vastas regiones del país. Sin embargo, se trata de excepciones y, dado el contexto norteamericano actual, situaciones por demás precarias. Como sus predecesores, el gobierno de AMLO se beneficia de estos elementos pero no puede confiarse de ellos, pues ambos están en la mira de Trump.

Cualquiera que acabe siendo el camino que adopte el presidente en materia de desarrollo, hay dos circunstancias que no podrá evitar: por un lado, tiene que procurar una tasa elevada de crecimiento: la noción de que se puede lograr el desarrollo sin crecimiento es mera fantasía. Por su parte, el crecimiento requiere inversión privada, la cual solo se consumará cuando se acabe la incertidumbre que produce el propio gobierno. Por otro lado, la única forma de lograr un crecimiento susceptible de avanzar hacia el desarrollo es con un esquema incluyente que promueva la movilidad social, algo natural en el siglo XX pero casi inexistente en la actualidad.

@lrubiof

ÁTICO:

México fue pionero en reformas, pero su lógica fue resolver problemas para preservar el statu quo, lo que llevó a su insuficiencia.

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Escrito en: Editorial Luis Rubio

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