Homenaje. Doña Olga de Juambelz y Horcasitas tuvo en sus letras la unión entre la literatura y el periodismo.
Doña Olga de Juambelz y Horcasitas poseía una mirada cuyo brillo se reflejaba en sus columnas periodísticas. Su visión transgredía las imágenes de su entorno. Por ese motivo sus letras eran capaces de tocar a los laguneros, de conmoverlos con el transcurrir de cada renglón. Sabía que a veces podía dudar del testimonio de sus fuentes, pero no de la realidad que la envolvía.
Su legado se redacta después de que Enriqueta Ochoa y Magdalena Mondragón colocaran a la mujer lagunera en los reflectores de la literatura y el periodismo. Con esas dos grandes pasiones, doña Olga ostentó una pluma inquieta, ávida de ideas y de tinta, que incluso acudió como oyente a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) para recibir instrucción de Rosario Castellanos.
El marco histórico de su narrativa revela un momento en los años setenta, dentro del número 96 de la calle Reforma, en la colonia San Ángel de Ciudad de México. Aquel lugar era la casa en construcción de Alicia Trueba, quien junto a otras mujeres interesadas en la literatura, como Adela Celorio, Rosa Nissán, Carmen Carrara, Silvia Molina, Gloria Ines y la propia Olga de Juambelz, conformaba un grupo que dejó correr su tinta ante la guía de Elena Poniatowska, Vicente Quirarte y Gonzalo Celorio.
Pronto, el hogar de Trueba se edificó conforme las necesidades del taller de literatura. En un salón equipado como teatro, se instaló un escenario y las letras se presentaban como el desayuno de cada jueves por la mañana.
Esa misma cámara fue el lugar donde, en un homenaje a Elena Poniatowska, Olga de Juambelz encarnó a Angelina Beloff "Quiela" (la esposa rusa de Diego Rivera), y provocó que un séquito de lágrimas humectara a las mejillas de Octavio Paz. "Un alma bella derrama gracia irresistible, aunque muchas veces deba ocultarla. Con esas lágrimas vi esa alma", escribió doña Olga sobre el suceso.
Y es que su liderazgo y carisma le brotaban de forma natural. Así lo narra un recuerdo de Adela Celorio: tras leer a los griegos, doña Olga instó a sus compañeras a visitar el país helénico para estudiar in situ a sus autores. Aquellas señoras recorrieron el Mediterráneo y añadieron experiencias al color de sus miradas.
Pero el hambre de conocimiento de doña Olga no se saciaba con un simple paseo turístico. Así que una noche paró a un taxista en Atenas y le dijo que las llevara a una taberna de verdad. La tradición griega de la época desaprobaba que las mujeres bailaran, pero eso a doña Olga no le importó; al ritmo de la sirtaki, subió a una mesa y contempló al mundo desde su propio Olimpo.
Los griegos solían atribuirles aspectos sagrados a sus montañas, pues eran el hogar de sus deidades. A doña Olga le tocaría escribir quizá el capítulo más importante de su vida frente a la Sierra de las Noas en Torreón (tierra que amó con fervor), cuyos cerros Elena Poniatowska le describió en una carta de 1988 como si fuesen "montañas de mármol".
Su llegada a las oficinas de El Siglo de Torreón, periódico dirigido por su padre, don Antonio de Juambelz, significó el prólogo de una revolución en el edificio de la avenida Matamoros. A partir de 1982, sus ideas comenzaron a publicarse en este diario bajo el seudónimo de La Güera Rodríguez, una heroína independentista cuyo nombre verdadero fue María Ignacia Rodríguez de Velasco.
Doña Olga se percató de la nula presencia que La Güera Rodríguez tenía en los textos sobre la guerra de Independencia. Por ese motivo retomó su personaje y, a través de ella, su escritura concurría en la columna Por pasillos del palacio, donde señalaba la incompetencia de las autoridades, así como la molicie y la apatía de la sociedad.
Los nombres de Olga y María Ignacia portaban la esencia de un coraje dispuesto a romper esquemas y de un fulgor apasionado, rebelde e independiente, capaz de repeler manipulaciones. Esa identificación le permitió a doña Olga ver su realidad desde un tiempo distinto, liberarse de los temores y ostentar con orgullo las heridas de la vida.
Así, cuando su padre falleció, tomó las riendas de El Siglo de Torreón y enseguida sus propuestas dieron frutos. El escritor Vicente Alfonso escribió en una ocasión que, al igual que Virginia Woolf, doña Olga había construido un cuarto propio con la creación de la revista Siglo Nuevo a finales de los años noventa, donde en cada página imprimió un mundo.
Generosa pero de carácter fuerte, la mirada que ofrecían sus ojos color verde y miel era tan profunda que le permitía contemplar sus contradicciones humanas. A diario se reconocía en el espejo, se otorgaba un trato íntimo, sabía que su felicidad era un asunto personal y se percibía como el ser más importante de su existencia: "Amarse a sí mismo es el principio de un romance vitalicio".
Ese amor propio fue el lazo con el cual pudo abrazar a la gente que la rodeaba. Consideraba a la familia como la única alternativa para transformar a la sociedad y el combustible que permitiría llegar a ese objetivo radicaba en el "verdadero concepto del amor": dar y recibir.
Asimismo, su definición de amistad se apartaba de Cicerón; para ella dos personas podían ser grandes amigas a pesar de tener percepciones discordes. Por eso era consciente de la comprensión natural que existe entre las mujeres, de esa empatía que teje experiencias: "La reconciliación de la mujer con la mujer se manifiesta en su entendimiento y en el diseño de una fuerza de apoyo".
También se le recuerda pendiente de sus trabajadores, preocupada por sus necesidades y derechos laborales; la palabra injusticia no era bienvenida en sus folios: "¿Cómo te atreves a sancionar a un trabajador si llega 10 minutos tarde, mientras tú llegas dos horas tarde y en un automóvil último modelo?".
Conocidos son sus relatos sobre el movimiento del 68 y el temblor de 1985 en Ciudad de México, donde enfrentó a la muerte que se escondía bajo los escombros. O aquella ocasión en que su alta presencia intimidó a Carlos Salinas de Gortari, entonces presidente de México, tras realizar un comentario sobre la situación del país.
Al tanto de ese mar de memorias, en 2013 la doctora Angélica López Gándara se sumergió en la hemeroteca de este diario y rescató los textos más sobresalientes de doña Olga para el libro Más allá de una mirada, obra que efectivamente tuvo la finalidad de conocer la visión profunda de la escritora.
Hoy, en el aniversario de su natalicio, la mirada de doña Olga de Juambelz y Horcasitas no pierde brillo a pesar de su ausencia. La razón de lo anterior fue escrita el 17 de octubre de 1991 en su columna Reflexiones: "Nadie muere realmente mientras sea recordado".