Veinticinco años después de la ingenuidad, después de la inexperiencia. Todo ese tiempo ha pasado desde la primera vez que Cristina Pacheco se paró frente a una cámara de televisión para conducir sus dos programas (Conversando con... y Aquí nos tocó vivir), que se han vuelto ya un clásico para la televisión de este país.
Y poca gente conoce su infancia pobre, de “niña insignificante”, como ella misma dice. Será porque a fuerza de salir en televisión cada semana, se ha convertido en un “personaje”, como esos que ella entrevista.
Algunos dicen que Cristina Pacheco ha elegido caminar en el periodismo la senda de la popularidad, un camino que ha respetado a diestra y siniestras de las oportunidades que se le fueron presentando. Cristina Pacheco eligió no confrontar con sus entrevistados, en un país donde las confrontaciones no son bien vistas. Y tan mal no le fue. Por eso se ha ganado más premios de lo que pueden escribirse en pocas líneas.
Toma café y a cada rato limpia el borde de la taza. “Es que me choca eso de manchar con lápiz labial”, dice.
¿Veinticinco años de hacer el mismo trabajo es demasiado tiempo?
Es mucho. Pero la verdad es que cuanto más hago mi trabajo, más me dan ganas de hacer otras cosas.
¿Cosas nuevas?
No. Otras entrevistas. Cada puerta, cada ventana, cada persona, cada lugar de trabajo implica algo totalmente nuevo. Puedo entrevistar tres veces a un vendedor de periódicos, o diez veces a un vendedor de calzado, pero cada historia es diferente. Es más, yo no sólo sigo sintiéndome nerviosa ante cada entrevista, sino que, además, siento que el tiempo se me va. Porque sé que viviendo en esta ciudad, difícilmente nos volvemos a encontrar. La idea de desaprovechar la oportunidad de tener una buena conversación, me angustia muchísimo.
(Pacheco no ha escrito muchos libros de ficción. Lo suyo son las entrevistas. Sin embargo la cadencia de sus palabras tiene el aire minucioso de las novelas. Incluso cuando de contar los hechos dolorosos de su vida se trata. Será por el aire de campo guanajuatense en el que se crió; por el espíritu lúdico de su padre Antonio; o por la manía de contadora de historias que tenía su madre Altagracia.
Aquellos no fueron tiempos bonitos. Aunque ella recuerde su infancia como un período en el que se le grabaron casi todas las experiencias que la formaron como persona. “No fue precisamente una infancia cómoda -recuerda-, no fue una infancia de película. No fui Shirley Temple. Es más, fue muy dura. Teníamos muchas limitaciones económicas porque vivíamos en medio de mucha pobreza. Había angustia por la falta de trabajo. Yo me daba cuenta”)
Nació en San Felipe Torres Mochas
Sí. Y antes de los seis años ya me trajeron a México. Pero a cambio de la pobreza tuve una increíble libertad. La libertad que se le da siempre a los hijos menores. Era una familia muy grande. Aunque al final quedamos sólo cinco, fuimos muchos más. Entonces mi mamá estaba siempre muy ocupada y a mí me encantaba escaparme. Me paraba en la puerta de una vecindad. Y me gustaba ponerme a oír lo que pasaba en otras casas. Pude ver muchas cosas sin que me vieran. Era yo una niña muy chiquita de estatura. Completamente insignificante.
¿Se sentía insignificante?
Bueno, yo me imagino que los demás me veían insignificante. Pero creo que yo no pensaba en cómo me sentía en aquella época. Me gustaba sentir que la gente no se daba cuenta de que yo estaba ahí. Y yo podía ver y oír impunemente. Pero lo de impune es una manera de decir, porque no hay actos impunes. Las historias se me quedaron en la cabeza y muchas de ellas me han agobiado durante mucho tiempo. Lo que se ve en los barrios no es precisamente lo mejor: La vida, con su encanto, con su violencia, con su urgencia.
¿De qué habla?
La vida desbordada. Claro, yo entonces no me daba cuenta de todo eso, porque era una niña.
¿Y se daba cuenta de que aquella no era una infancia fácil?
No. Claro, no me daba cuenta de la dimensión real. Pero sí sentía que era horrible tener hambre. Era espantoso, humillante no tener comida. Pero mis papás nos enseñaron a no pedir. Nosotros nunca pedimos. Alguna vez... (hace un silencio). Eran buena gente mis papás. Y nos enseñaron a no llorar. No nos enseñaron a no pedir, más bien... nos enseñaron a no gemir por eso. Uno lo vive y así es (se queda en silencio otra vez).
¿Le daba vergüenza?
Nooooo. Para nada.
Hay gente a la que sí le da vergüenza.
¿Ser pobre? Para mí no había otro mundo. Eso era lo único que yo conocía. A mí nunca me gustaron los juguetes. Pero, bueno, es verdad que me hubiera gustado salir más. No había ni tiempo, ni dinero para salir. Y cuando íbamos al centro de la Ciudad de México, para mí era toda una solemnidad. En realidad, nos vinimos a vivir a México porque, habiendo salido ya de San Felipe Torres Mochas, vivimos un tiempo muy breve en San Luis Potosí. Pero ahí tuve un accidente; me lastimé muy feo y me trajeron a México, para tratarme.
Entonces mi mamá aprovechó la volada para decirle a mi papá que nos quedáramos aquí, en una vecindad, en casa de mis tíos. Y así fue. ¡Mis padres se amaron tanto! Tenían 78 y 79 años cuando murieron. Hasta entonces habían tenido un grado de complicidad que me parecía increíble. Porque, incluso, se trataba de una cosa muy física. Vivíamos todos en un cuarto muy pequeño, no había manera de no verlos (hace una pausa). Pero no se los reprocho. Es más, lo entiendo. Y me agrada pensar que esa pasión física era para ellos muy importante. Mi papá era vendedor. Entonces a veces salía de viaje. Y no se aguantaba estar sin mi mamá, así es que ella a veces también se iba con él. Tanta era su unión, que sin ella, a los pocos días murió también él.
Cuando siendo niña, de noche, en el cuarto, usted veía esa pasión corporal de sus padres, ¿qué sentía?, ¿le daba curiosidad?
Mire, yo vengo del rancho, del campo. Y ahí, uno está acostumbrado a ver de todo. Aunque sea un sitio pobre, es privilegiado. Para mí eso era natural. Quizá, cuando crecí, cuando ya fui mayor, eso me resultaba difícil. Ya entendía, pues. Pero bueno... también debe haber sido terriblemente incómodo para ellos. No voy a juzgarlos. No tengo derecho. Si yo hubiera tenido que vivir toda la vida en las condiciones en las que ellos vieron, no sé si me hubiera quedado tiempo para el amor.
Su vida fue de verdad muy dura, de mucha pobreza. Fíjese que aún cuando ya eran grandes, tenían más de setenta años, mi papá se había convertido en vendedor ambulante. Y mi mamá lo acompañaba por el centro. Pero yo creo que era más lo que caminaban y se metían a los cafés que lo que trabajaban de verdad.
Quizá haya sido esa relación de sus padres por la que usted aprendió el amor. También usted tiene una relación amorosa ya legendaria (con el escritor José Emilio Pacheco).
Si, pero no quiero que sea legendaria. Sólo es una muy buena relación. Es una relación de a de veras, entre un hombre y una mujer, nada más. Tenemos una serie de privilegios, claro, que es compartir el amor por las letras. Cada quien a su nivel y a su manera. El privilegio es la idea de respecto que tiene él por mi vida y yo por la de él.
No quiere que esa relación sea legendaria, pero si ahora lo es, es justamente porque no hablan de ella.
Es que si usted se encontrara a un cartero no le preguntaría por la legendaria relación que tiene con su esposa. Y a lo mejor sí lo es. Lo que pasa es que nosotros estamos en un lugar donde nos vemos más. Hablamos de las mismas cosas que todo el mundo: de la guerra, de la vejez sin amparo y de la niñez sin educación. Él me platica de su trabajo y yo del mío. Me habla de los libros que escribe y yo de lo que vi ayer. Son dos caminos que se encuentran. Sé que él es un gran poeta, narrador y ensayista. Lo admiro muchísimo. Yo no soy todo eso. Pero tampoco crea que me angustio porque no hago ese trabajo.
Algunas personas dicen que usted no quiere hablar de su relación con José Emilio Pacheco para no sentirse menos.
Esa ha de ser una persona muy mezquina. Es una ociosidad. Es impúdico estar exhibiéndose. Ya le digo, si yo ahora salgo y le pregunto al policía de la puerta cómo se lleva con su mujer, me va a decir: ¿y usted por qué me pregunta?
¿No es ése su trabajo, hacer preguntas?
Sí, pero hay límites. Quienes dicen eso de mí es porque no tienen idea de lo que pienso de José Emilio. A mí me impresiona que una persona pase 20 años buscando una palabra para un texto, para no traicionarlo. Y si no hablo de él es, justamente, porque a él no le gusta.
Después de 25 años en el periodismo, ¿hizo ya la lista de lo que no quiere volver a hacer?
La lista la hice el primer día. Lo que no quiero es perder el tiempo. Me refiero a hacer lo que no quiero. Me refiero a hacer aquello para lo que no sirvo. Yo no quiero disfrazarme de nada. No quiero disfrazarme de teórica, ni de sabelotodo, ni de intelectual, porque no lo soy en el sentido clásico de la palabra.
No quiero disfrazarme de académica, para que me tomen más en cuenta. Ni de politóloga, ni de nada de eso. Quiero morirme sabiendo de qué tamaño fui. Yo sé cuáles son mis limitaciones. Pero no quiero que eso me asuste. Ni que me haga sentir culpable por no haber podido solucionar esas falencias. ¿Qué si me equivoqué en el ejercicio del periodismo? Pues sí, algunas veces. Sobre todo cuando me ganaron los nervios.
¿Acaso nunca le jugó en contra saberse “Cristina Pacheco”?
Sabe qué, joven, yo no sé si usted quiera publicar una expresión tan sincera como la que le voy a decir. El día que yo diga “ya soy Cristina Pacheco”, estaré diciendo que soy una soberana pendeja. Nadie es nadie.
¿Entonces de verdad nunca le pasa?
Mire, yo ya soy pendeja con frecuencia, como para encima agregar una situación así.
¿Eso es una confesión?
Es que... de verdad, no quiero serlo en ese aspecto, eso quiero decir.
A ver... ¿para qué cosas se sabe incompetente?
No sé nadar, con eso le digo todo. No sé llevar una contabilidad. No puedo con el mundo de los números, a pesar de que sé que ahí están la música, la arquitectura, la física... está todo. Pero no puedo. Para sumar 40 más 28, debo hacerlo lentamente y sin demasiada presión, porque de lo contrario no lo logro. También soy incompetente para escribir un ensayo. Cuando traté de ser teórica, fracasé. Tampoco soy buena para escribir guiones de cine. Ya lo intenté y me salió muy mal. En cambio sé bailar... sé bailar de todo.
¿Y José Emilio la acompaña?
No, a él no le gusta, para nada. Aunque sí le gusta la música. En cambio yo me puedo pasar el tiempo que sea, bailando. También me gusta mucho caminar y estar sola. Por eso será que soy una pésima invitada a los cócteles.
Tiene 60 años. ¿Ha juntado mucha frustración?
Tengo 61. No me quite la edad, que me ha costado mucho vivir. Creo que una frustración podría ser que no he viajado. He tenido muchas oportunidades, pero creo que no me puedo despegar de esta ciudad. Me gusta estar aquí y esperar.
¿Qué espera?
A qué José Emilio vuelva. Él viaja mucho. Yo sé que a usted esto le sonará demasiado romántico, pero me gusta esperar que él regrese y que me cuente todo lo que vio.
Como si fuera usted Penélope, que esperaba tejiendo de día y destejiendo de noche.
Como quiera llamarme. No se olvide que mi mamá era fantástica para contar historias.
¿Será que se siente insegura fuera de este lugar que ya conoce tanto? ¿Será que tiene miedo de perderse por ahí?
Probablemente. Pero también es cierto que hay gente a la que le gusta viajar y otra a la que no. Yo odio los aviones. Me ponen muy nerviosa, porque me siento en manos de otras personas. Y por eso hago sufrir mucho a mis compañeros de trabajo; soy de las que se van a Campeche en auto.
(Y así lleva toda una vida. Viajando en coche por los vericuetos de México, pero casi sin salir del país. Trabajando en dos programas de televisión en canal Once, uno de radio (Radio Fórmula), escribiendo una columna en el periódico La Jornada, publicando un libro de vez en cuando. Lo hizo desde que nació al periodismo, a principios de la década del sesenta, cuando comenzaba a trabajar en prensa.
“Sí, pero cargué durante 30 años una brutal dosis de culpa -dice-. A uno la maleducan. En ese sentido el medio es muy ingrato. Y si te vas a trabajar cuando ya tienes marido e hijos, te miran con el rabillo del ojo. Yo tengo dos hijas, así es que imagínate. “Que si no fuiste a la fiesta, que si no fuiste a la junta de padres”. Y si quiero hacer bien mi trabajo no es para tener fama, sino para que mis hijas, que ya son adultas, vean que todo el tiempo que no estuve con ellas, lo usé para crecer en este trabajo”).
¿Entonces no le gusta la fama?
Me da terror. He visto a mucha gente famosa cometer el grave error de creer en la fama. En todo lo que ella trae. La fama es una red de oro.
Sucede que usted esta caminando por la cuerda floja.
Si, pero cada día tengo que sacar la basura o rogarle al repartidor que me deje gas porque si no, no tengo con qué cocinar, entonces aterrizo. Tengo otros defectos, pero vivo aterrizada, y eso nadie me lo puede negar. Aunque es cierto que a veces soy demasiado crédula.
Vamos Cristina, después de haber entrevistado a tanta gente, todos sabemos que cuando alguien habla de ingenuidad, sinceridad, credulidad y todas esas cosas al enumerar sus defectos, en realidad está intentando pintarse como una buena persona.
Es que... a veces el periodista no tiene que ser tan crédulo. A veces uno no es crédulo por pereza, sino por cobardía.
¿Esa es otra de sus confesiones?
Tal vez... pero puedo confesar también que no soy ahorrativa, para nada.
¿Es contradictoria?
Tengo algunas contradicciones. Pero no sé a qué se refiere.
¿Me pregunto si hubiera querido tener una vida diferente?
¡No me haga esa pregunta! Claro que no hubiera querido tener otra vida. Desde niña yo había soñado con ser periodista y escritora.
¿Cómo es entonces que no había pensado en ser famosa?
Mire, yo podría ser más famosa todavía. Podría haber entrevistado a otras personas que me dieran más fama. Pero no lo hice porque no lo sentí, porque no me interesaban. Si no siento las cosas, pues no me salen. Es más, no me salen aunque quiera, la verdad.