Culturalmente pertenezco a la era del cinematógrafo. En 1937 vi la primera película de mi ya larga afición, en el diminuto Teatro Cine Juárez de la calle Rodríguez, en Parras de la Fuente...
Y aunque el tiempo ha puesto bruma en mi memoria, tengo claro, sin embargo, cómo era la taquilla: un descarapelado hueco en la pared por el cual sacaba su pecosa cara la secretaria de don Clemente Rodríguez, quien por las mañanas era contador de don Luis Aguirre Benavides en las Bodegas del Delfín y por las tardes gerente de Cine Juárez, también propiedad de don Luis. No me pregunten cuál película vi, pudo haber sido una cinta muda de Charlie Chaplin o de Buster Keaton, o de ambos; de aquella vez sólo rescato la oscuridad de la sala, interrumpida por algunos rayos de sol que entraron sin pagar boleto por los intersticios de los marcos y portillos de sus ventanas. Era medio día...
El cine me fascinó para siempre. Al Teatro Juárez entraba siempre que podía, a veces pagaba y a veces burlaba la vigilancia de don Pedro Saullo, el boletero y frecuentemente para cargar el violín de don Higinio Gonzalo y Ortiz, quien con sus hermanos Gonzalo y Candelario, amenizaba el cambio de rollo en el aparato. Más tarde se abriría otro cine en La Hacienda del Rosario -El Obrero- con un proyector más moderno. Las dos salas solían parar por diversas causas: cuando se hacían presentes las crisis económicas: ya por huelgas en la Fábrica La Estrella, ya por las carencias de posguerra o porque las clausuraba el Presidente Municipal, a solicitud del alarmado párroco jesuita, pues la película cargaba la condena de la censura en la “Vida del Alma”.
Años después se abriría un tercer cine, el Estrella, con dos proyectores, dulcería y cerca de 300 butacas, del cual nos hicimos adictos todos los muchachos y muchachas que estudiábamos en la Secundaria Madero; Nancy Cárdenas incluida, si bien ella apenas estaba en primer grado. Al terminar la Secundaria, Moisés mi hermano me jaló hacia México, dizque a estudiar la preparatoria; pero José Natividad Rosales, mi preceptor de periodismo, me consiguió empleo en la sección de Espectáculos del semanario Claridades y poco después obtuve una feliz credencial que me acreditaba como cronista para entrar gratuitamente a los cinematógrafos y a los teatros serios y de revista.
Me había inscrito en Preparatoria Dos de la UNAM, pero los benditos espectáculos nunca me permitían asistir a clases y obviamente no pude presentar exámenes finales. Cuando mi padre supo la mala nueva, por poco me arranca el brazo del jalón que me dio para regresar a Parras, donde me dio de alta como vendedor en la mueblería de mi hermano Fernando, en la cual sólo pude enajenar, en cómodos pagos semanales, un flamante colchón de borra para unos recién casados, quienes jamás pagaron un abono. Lo recuperé y lo tiré en el basurero municipal, pues estaba todo orinado y espermatozeado. El colchón, se entiende.
En septiembre de 1949 ingresé al Ateneo Fuente. Un buen día recibí un telefonazo de Nancy. Estaba en casa de sus tíos, por la calle de Acuña y tomaría esa noche el “Águila Azteca” rumbo a México. Ella y sus padres radicarían en Celaya, Guanajuato. Fuimos tomar un refresco en el Café Alameda y conversamos largamente, se veía feliz y rebosante de inquietudes intelectuales; se preguntaba si acaso en Celaya habría un grupo de teatro experimental, pues se había aficionado al arte escénico en el grupo parrense que dirigía Conchita Vargas. Ésta fue discípula de su tocaya Conchita Bosch, esposa de don Pedro Saullo; los dos actores de la legua que se quedaron en la tierra de Madero al huir, cargado de deudas, el carpero malasangre.
Al concluir la preparatoria regresé a México, a Claridades y a los cines. Paprika -seudónimo de José Natividad Rosales- había dejado Anuncios Modernos, la agencia publicitaria de don Eulalio Ferrer y vivía de generar ideas y textos para Grant Advertising. Un año después recibí una carta de Nancy, desde Celaya. Tenía proyectado estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y me participaba su idea de convertirse en actriz y directora de teatro. Ya se comunicaría conmigo cuando llegara a la gran ciudad.
Pocos meses después fui invitado a colaborar en el Gobierno de Coahuila por el licenciado Salvador González Lobo y volví a Saltillo, harto de teatro, toros, cafés y centros nocturnos, pero no de cine. Mi tía Amalia me preguntó: “¿Y de qué te graduaste, hijito?” De vida, tía, de vida; le contesté.
Al poco tiempo, empecé a leer las menciones que sobre Nancy Cárdenas hacían los comentaristas de teatro. No sólo era excelente poeta y autora, también se había convertido en una combativa activista por la justicia social, la libertad y la democracia. A veces me traían sus noticias y saludos Toño, Guillermo y Luis Calderón Martínez, sus queridos primos hermanos, que retornaban a México con los míos para ella. A fines de los setenta Nancy vino a Saltillo a dirigir el grupo de teatro que el gobernador Óscar Flores Tapia creó en el Instituto Coahuilense de Bellas Artes. Seguía siendo la animosa luchadora que fue siempre. Y hace diez años se marchó del mundo, no sin haber vuelto varias veces a Parras, a estar con sus padres, a dormir en su casa, a convivir con parientes y viejos amigos en ese terco intento de rehacer los tiempos idos, tan felices como irrecuperables.
Sigue con nosotros Nancy Cárdenas. Hace diez años se esparcieron sus cenizas desde el cerro del Santo Madero sobre el Valle de las Parras, en las acequias que llevan agua de los tajos a los huertos. Vive Nancy allí, entre la ubérrima vegetación de su tierra y el exuberante cariño de sus paisanos. No la olvidamos...