¿Qué puede añadirse al ya fastidioso debate sobre la suerte de Pemex que no sea una repetición de datos bien conocidos y difundidos? Hay sin embargo, elementos muy simples que deben tomarse en cuenta.
Se insiste en el peligro de la privatización de Pemex, empresa paraestatal, la única importante que queda en nuestro sector público desde que metódicamente fue siendo desmantelado de las actividades que pudieran considerarse empresariales.
El término privatización significa que mediante algún ajuste jurídico Pemex adoptaría la característica de ser propietaria de particulares, ya no del Gobierno. Semejante paso se realizaría modificando los estatutos de la empresa para que las acciones de la nueva sociedad fuesen suscritas total o mayoritariamente por personas físicas o morales del mundo empresarial.
Otra forma de realizar la privatización de Pemex sería reformando su Consejo de Administración de manera que al menos la mayoría de sus miembros no representase ni el interés del Gobierno ni el del sindicato.
Una tercera vía sería la de aplicar al petróleo el mismo tratamiento que rige para los demás recursos del subsuelo mexicano: el de la concesión por término fijo, como se ha venido haciendo con la minería.
Se advertirá que en ninguna de estas opciones entra en juego la propiedad del petróleo mismo, el cual nunca dejará de ser de la nación, es decir, del pueblo mexicano. La propiedad del petróleo significa simplemente disponer de él en todos sentidos empezando por poderlo vender o utilizar en la forma que mejor nos convenga.
El tema de la privatización no aparece mientras se tenga por válida y legítima la tesis de que la nación tiene el derecho originario sobre su petróleo. En el momento en que este principio se cuestiona se presenta el primer planteamiento privatizador. Una consolidada tradición jurídica mexicana, que tiene por antecedente la española, confirma el derecho que tiene el Estado sobre los recursos que se encuentran en el subsuelo. El propietario superficiario no es dueño de ellos. Todo el derecho minero mexicano con su régimen de concesiones claramente condicionadas se funda en este principio.
Lo que está en juego es la amplitud de la aspiración nacionalista de aprovechar el petróleo, más allá de solamente venderlo al mejor postor. Obviamente la intención del pueblo mexicano es realizar hasta donde le sea posible el máximo de etapas del procesado empezando por la exploración y extracción.
La capacidad de Pemex para realizar estas sucesivas fases de explotación es teóricamente ilimitada, pero el grado en que las opere depende de la disponibilidad de técnicas y el capital que su aplicación implique. No hay nada que cuestione la legitimidad de que Pemex sea y siga siendo una entidad plenamente controlada por el Estado que es el representante de la nación. Pemex puede encargarse de realizar todas las operaciones de extracción y procesado del petróleo que México dispone reservándose la primera opción antes que contratar a terceros.
Suele plantearse la privatización de Pemex desde otro ángulo, el de la capacidad financiera. Es comprensible que mientras el fisco mexicano dependa en alrededor del 40% de las transferencias que recibe de Pemex, éste no retendrá recursos suficientes para responder a los requerimientos siquiera del mantenimiento, ya no se diga de ampliaciones y modernizaciones tecnológicas. El concurso de contratistas que aporten financiamiento aparece como inevitable. No tiene sentido oponerse a esta fórmula que viene funcionando desde hace mucho tiempo sin merma de la soberanía en decisiones estratégicas.
Convertir a Pemex en eficiente y desterrar la corrupción es el otro argumento favorito para privatizar. La transformación supuestamente la operarían cuadros impulsados por un dinamismo empresarial, ajeno a multitudinarias burocracias y a enquistadas “conquistas” sindicales. Los escándalos recientes de las grandes empresas internacionales vinculados con la industria petrolera no son, sin embargo, demasiada garantía de semejante purificación.
El exacerbado nacionalismo que tan vehementemente palpita en la disputa por el petróleo requeriría, empero, apoyarse en cimientos firmes. El desarrollo socioeconómico de los países consiste en un arduo y sostenido proceso de crear la riqueza y la estructura que se necesitan para hacer valer las aspiraciones nacionales sean políticas, militares, económicas y hasta culturales. Este proceso no se hace en el vacío, aisladamente, sin la aportación de factores exteriores como los técnicos y financieros. El admitirlos no significa ceder soberanía.
En lo que al petróleo se refiere la extracción y procesado en toda la vasta gama de derivados del petróleo puede hacerse con el concurso de las empresas locales o extranjeras que tienen los recursos que complementen los nuestros.
Se habla de la privatización de Pemex como si algún mexicano realmente quisiera vender el patrimonio petrolero: ninguno ni lo desea ni lo propone. De llegarse a tal irrealidad, ¿habría quien quisiera comprar una empresa con mucha de su instalación obsoleta y mal cuidada; con un sindicato mundialmente famoso por su corrupción y, encima de todo, con la abrumadora hipoteca fiscal que pesa sobre ella?
Primero hay que poner nuestra casa en orden. Hecho esto, podríamos desarrollar nuestros yacimientos como se hace en otros países, antes, de que nos lo acabemos enredados en interminables y estériles discusiones.
Coyoacán, febrero de 2008.