La familia Alonso Espinosa y la Fundación Amparo comunicaron el 31 de diciembre la muerte de Rafael Ruiz Harrell, ocurrida el 29 anterior. Su amigo durante casi sesenta años, Porfirio Muñoz Ledo, lo llamó hombre “ávido de todos los saberes y rebelde frente a todos los dogmas”. También mantuvo enhiestas su dignidad y su independencia. Estudiante de derecho al iniciarse la segunda mitad del siglo pasado, se codeó con personas que llegarían a tener poder, como Miguel de la Madrid. En vez de adularlos o hacerse parte de sus camarillas, Ruiz Harrell se mantuvo apartado de ellos y, al contrario, sujetó a su compañero a un rudo examen a la mitad de su ejercicio presidencial, que expondría en un libro célebre.
Nacido en la Ciudad de México en 1933, Ruiz Harrell obtuvo notoriedad en las décadas finales de su vida como autorizado criminólogo. Desde 1994, poco después de la fundación de Reforma, sostuvo en sus páginas la columna semanal titulada La ciudad y el crimen, como también se llamó la emisión que condujo en XEB, del Instituto Mexicano de la Radio. En 1998 la Sociedad Mexicana de Criminología le otorgó la medalla al mérito criminológico bautizada con el nombre de Alfonso Quiroz Cuarón, el mayor experto en esa ciencia en nuestro país.
En ese mismo año se publicó su libro Criminalidad y mal gobierno. En 2001 la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal le pidió un estudio sobre justicia y seguridad pública en el DF, y al año siguiente el Instituto Nacional de Ciencias Penales publicó su Código penal histórico, una revisión crítica de las reformas a ese ordenamiento. Además de ofrecer conferencias sobre el tema, actualmente era miembro del consejo del Instituto de Estudios sobre la Inseguridad, AC.
El derecho penal y la criminología fueron asumidos por Ruiz Harrell con la plenitud con que se dedicó a los más variados intereses a lo largo de su vida. Muñoz Ledo, Víctor Flores Olea y Arturo González Cosío, que lo fueron también, lo recuerdan como miembro del consejo de redacción de la revista Medio siglo, auspiciada por el director de la Facultad de Derecho Mario de la Cueva, quien quiso, “en la primavera de 1952…invitar a los finalistas de ese disputado certamen (el concurso de oratoria) comprometerse en la publicación de una revista estudiantil capaz de recoger el talento y la rebeldía de una generación y de hacerla, a la vez, responsable ante la letra impresa”, según Muñoz Ledo.
González Cosío recuerda esa publicación como una “revista de denuncias y de coraje, palestra en la que se iniciaron escritores como Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, Marco Antonio Montes de Oca, Rafael Ruiz Harrell, Sergio Pitol”. Con el sello de Medio siglo publicó Ruiz Harrell su primer libro, una plaqueta de poesía titulada Ocho cosas de papel, aparecida en 1953 y a la que seguiría en 1962 otro poemario, Te cantaron la muerte.
Pero una pasión ajena al derecho, a la política y a las letras poseyó entonces a Ruiz Harrell, la filosofía de la ciencia, que lo condujo a Londres donde al mismo tiempo que estudiaba lógica matemática fue discípulo directo de Bertrand Russell. Antes y después de su estancia en Inglaterra se dedicó a la docencia, en la Escuela Nacional Preparatoria, en la Facultad de Derecho, en la de Sicología, en la de Filosofía y Letras, de donde había sido también alumno.
Adelantado de los derechos personales, ya en 1973 era miembro de la Asociación Mexicana de Educación Sexual y perteneció desde su fundación en 1990 a la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, como lo fue desde 2004 de la Academia morelense de igual materia.
En 1986 dio a la imprenta su libro Exaltación de ineptitudes, un largo ensayo político en que sostuvo que José López Portillo había escogido a De la Madrid como su sucesor no en función de sus méritos sino de su carencia de ellos, de donde partió para examinar la semejante circunstancia en que fueron seleccionados los presidentes de la república. Afinados sus instrumentos críticos, a partir de 1999 publicó los sábados en Reforma artículos de honda penetración. Una breve muestra de uno de sus temas predilectos en esa colaboración, la vigilancia ciudadana a los gobernantes fue publicada este sábado en aquel periódico.
En 1992 apareció El secuestro de William Jenkins, una novela de reconstrucción histórica donde Ruiz Harrell resumió el abanico de sus intereses y la vastedad de sus lecturas. Es obra de ficción y historia al mismo tiempo, situada en las postrimerías del Gobierno carrancista, cuando se denunció el plagio (así se le llamaba entonces) del cónsul honorario de Estados Unidos en Puebla, quien después amasaría una colosal fortuna, no siempre por medios plausibles.
Fruto de su imaginación y de sus pesquisas históricas, la obra de Ruiz Harrell, síntesis de sus talentos, abunda en documentos elocuentes por sí mismos. He aquí un ejemplo: En su testamento de 29 de octubre de 1954, Jenkins declaró “que siempre ha tenido la firme convicción de que, en bien de sus hijos, los padres no deben dejarles en herencia grandes fortunas, sino más bien enseñarlos y ayudarlos a trabajar para que ganen por sí mismos lo que necesiten, y como el propio testador tiene también la creencia de que nadie con capacidad de trabajar debe gastar dinero que no haya ganado por su propio esfuerzo, declara, en obediencia a ese principio, que no es su voluntad dejarle a sus hijos riqueza ni fortunas… y que es su expresa voluntad no dejarle a sus hijos herencia alguna”.