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Biodiversidad y servicios ambientales

A LA CIUDADANÍA

Gerardo Jiménez G.

La Laguna es considerada en el ámbito nacional como una próspera y emprendedora región por el importante crecimiento económico logrado en su joven historia, destacando particularmente como enclave algodonero y lechero, además de ser centro de origen de algunas grandes empresas o corporaciones privadas que han sobresalido en el país, como Lala y Soriana, por destacar las más importantes.

Pero este singular crecimiento económico en poco tiempo obedece a condiciones privilegiadas que los laguneros no hemos sabido valorar o debidamente dimensionar; además del reiteradamente espíritu emprendedor de su población y la ubicación geográfica de nuestra región, su desarrollo histórico en gran parte se ha sustentado en la disponibilidad de recursos naturales que no tienen Ciudad Juárez, Monterrey o Chihuahua, lugares o ciudades que también destacan en el norte-centro del país por su crecimiento económico.

La Laguna dispone, aunque cada vez menos podemos afirmarlo así, de importantes suelos fértiles que se formaron por el depósito de materiales arrastrados durante miles de años por los ríos Nazas y Aguanaval, que a la par de los cuerpos de agua dulce derivados de los flujos de aguas superficiales y subterráneas, hemos podido acceder a volúmenes mayores por unidad de superficie, que en cualesquier parte del norte de México, al menos en el Desierto Chihuahuense.

Ambos recursos han sido clave para la práctica de la agricultura y ganadería que posibilitaron el surgimiento de los emporios señalados, y para la creación de los asentamientos humanos, en particular de la llamada zona metropolitana, donde no sólo se construyen viviendas en las que reside la población lagunera, sino también se han establecido industrias y comercios.

Aún cuando no hemos valorizado debidamente esa agua y suelos fértiles disponibles, ya que a la primera le hemos dado un manejo irresponsable que le convierte en un recurso perjudicial para la salud de la población por la pérdida en su calidad, mientras que a los segundos continuamos sometiéndolos a un proceso de deterioro, en particular por la salinización que estamos provocando en ellos, aún disfrutamos de esa disponibilidad privilegiada.

Pero tampoco hemos valorizado otros recursos como el aire y la biodiversidad.

Hoy en día es difícil afirmar que respiramos aire limpio en las ciudades laguneras, sobre todo en las que conforman la zona metropolitana por las emisiones de partículas que contienen metales pesados que al presentarse en altas concentraciones contaminan la atmósfera de las áreas urbanas. Pero incluso tampoco podemos hacerlo con certeza en las áreas rurales, o en gran parte de ellas, debido a la amplia distribución de partículas suspendidas en el aire, ya no tanto de químicos que se aplicaban para controlar plagas en cultivos como el algodonero, pero sí de nitratos derivados del estiércol que se genera en los establos, de gases como metano y CO2 por la concentración de grandes hatos de ganado; basta que se desate una lluvia lagunera, como se identifica a las tolvaneras que se presentan en la región, para que haya una redistribución de partículas que contaminan el aire que respiramos.

Tal parece que si no valorizamos debidamente el agua, el suelo y el aire, menos lo vamos a hacer con la biodiversidad.

Este recurso, que básicamente se conforma con las poblaciones de plantas y animales silvestres que habitan en nuestro entorno antropizado, no se reduce a proteger y conservar alguna plantita o animalito silvestre que sobresalgan por su importancia biológica; refiere a poblaciones, algunas abundantes por su distribución en diferentes espacios físicos como la gobernadora, el mezquite, la lechuguilla, entre otras, o alguna ave, lagartija o liebre, que estamos acostumbrados a ver en el entorno de los caminos rurales o carreteras por las que transitamos, o poblaciones ya escasas que rara vez vemos o que ni siquiera conocemos, pero que hemos escuchado se encuentra en peligro de extinción, amenazada o son endémicas.

La valorización antrópica de la biodiversidad refiere, además de las especies vistas con ese conocimiento tangencial que de ellas tenemos, al hábitat y los ecosistemas en que ellas viven, a los procesos ecológicos que ellos contribuyen a desarrollar, comúnmente invisibles para nosotros, o sólo visibles para los especialistas en biología o ecología; la presencia de árboles en las orillas de los ríos, sean sauces, sabinos o álamos, llamados vegetación riparia que conforman bosques de galería, contribuyen a desarrollar cadenas tróficas o alimenticias, a la captura del carbono derivado de las emisiones que generamos por el consumo de energía, a filtrar el agua que pasa por esos ríos, etc.

O si nos referimos a los bosques de mezquites cada vez más diezmados, o la vegetación de las serranías que nos rodean, también contribuyen a realizar algunos de los procesos ecológicos anteriores y otros más como recargar nuestros acuíferos.

Por eso la biodiversidad no debemos verla considerando las especies de manera aislada, sino a partir de los procesos ecológicos que se desarrollan en la interacción que sucede entre esos organismos bióticos y los recursos físicos donde se encuentran, ya que tales procesos se convierten en servicios ambientales que estos sitios nos prestan a la población, y en tanto mejor los protejamos y conservemos, más nos ayudan a crear las condiciones saludables para nuestra vida.

Una de las formas de lograr lo anterior es creando espacios protegidos, de los cuales en la región ya tenemos un 6.25% del territorio lagunero en este estatus, en las superficie que abarcan la Reserva de la Biosfera de Mapimí, El Parque Estatal Cañón de Fernández y la Reserva Ecológica Municipal Sierra y Cañón de Jimulco, los cuales ojalá podamos seguir conservando.

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