. Desde la filosofía de la ciencia hay quien sostiene que el conocimiento objetivo es simplemente imposible, incluso en disciplinas que presumen de exactitud. Pero si un enunciado tan contundente como E=mc2 -la relación entre masa y energía que formuló Albert Einstein-, puede ser subjetivo, entonces muy poco se puede esperar de las más inexactas de las ciencias: las sociales, donde un mismo fenómeno puede ser percibido, explicado y proyectado hacia el futuro de maneras tan distintas que resultan contradictorias.
Lo anterior viene al caso por lo expuesto en una conferencia que la semana pasada dictó en México Sidney Weintraub, un conocido especialista sobre el estado que guarda la relación económica entre México y su poderoso vecino del norte. Weintraub es miembro del Center for Strategic & International Studies en Washington y, tras trabajar en el Departamento de Estado, se integró al mundo académico donde ha publicado un buen número de libros y artículos en torno a la actual relación económica México-Estados Unidos.
En su libro más reciente, titulado Socios desiguales: los Estados Unidos y México (Unequal partners: The United States and Mexico[2010]), Weintraub divide en seis las áreas que constituyen la esencia de la relación entre los dos países que comparten el Río Bravo como frontera: comercio, inversión y finanzas, narcotráfico, energía, migración y el manejo de la zona fronteriza. Sólo falta el área cultural para cubrir la totalidad de las interacciones entre los dos países; interacciones que se desarrollan en el marco de una relación de poder caracterizada por tres elementos: asimetría, dependencia y dominación. Este marco, propio de la perspectiva de la escuela realista de las relaciones internacionales, explican bien la gran dificultad que históricamente ha tenido, y tendrá, México para defender su interés nacional y la esencia de lo nacional: la soberanía.
Weintraub considera que el cambio de 180° que el Gobierno de México efectuó a raíz del colapso de su economía en 1982 en materia de intercambio comercial, fue todo un acierto pues en un período muy corto puso fin a un tipo de industrialización irracional basada en el proteccionismo de un mercado interno pequeño y pobre. Fue un acierto que culminó con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El TLCAN significó aceptar que sólo con las reglas del comercio libre podía México explotar a fondo las ventajas de tener tan cerca el mayor mercado nacional del mundo.
Algo muy similar pasó con la Inversión Externa Directa (IED). Por años el Gobierno mexicano se empeñó en limitar los campos y porcentaje de la IED -que desde el fin de la Primera Guerra Mundial fue básicamente norteamericana- con el objetivo de proteger al capital nacional. Pero también la gran crisis de 1982 obligó a México a abrirse totalmente al capital externo y, hoy, una gran inversión externa está presente en todas las ramas que desea de la economía, incluida la banca, a la que primero se privatizó a favor de mexicanos a muy buen precio -3 a 1 en relación al valor en libros- y luego, tras una nueva crisis -la de 1995- se rindió a los bancos internacionales casi en su totalidad -hoy sólo hay en México un gran banco que es mexicano: Banorte- lo que no sucede en ningún otro país.
Es incuestionable que en los últimos cinco lustros México dio un gran viraje en su proyecto económico, pero desde una perspectiva nacionalista es difícil aplaudirlo. El cambio de 180° que nos puso en corto tiempo en la senda del neoliberalismo no se dio como consecuencia de un debate democrático -como sí ocurrió en Canadá antes de suscribir su tratado de libre comercio con Estados Unidos- sino como la respuesta de un régimen autoritario a la gran derrota del proyecto nacional que se diseñó y puso en marcha con el cardenismo.
La derrota del nacionalismo post revolucionario se debió a la perversión del modelo. Los grandes beneficiarios del proteccionismo inicial fue el empresariado mexicano -el costo corrió a cargo del consumidor mexicano, que por decenios recibió bienes de baja calidad a alto costo - pero esos empresarios no correspondieron al esfuerzo como debieron: esforzándose por prepararse para, poco a poco salir del cascaron proteccionista hasta llevar al país a ser competitivo y funcionar en el mercado externo sin necesidad de rendir la plaza incondicionalmente, como fue el caso a partir del desastre de 1982. No, al contrario, los empresarios y los políticos se encerraron y explotaron sus privilegios al máximo, sin cambiar, hasta que esa red de privilegios sin responsabilidades se desgarró y Salinas, usando todo su poder, impuso el TLCAN, aunque antes negoció algunos nuevos nichos de privilegio para su grupo más cercano -Telmex, los bancos, las televisoras y otros-, y revitalizó el presidencialismo autoritario hasta que el siguiente desastre -el de 1995- acabó con él.
El nacionalismo mexicano quedó entonces como un recuerdo en un campo tomado por los intereses del nacionalismo más feroz del mundo actual: el norteamericano. Y por si lo anterior no fuera ya algo lamentable, resulta que ni el TLCAN ni la banca extranjerizada llevaron a cabo lo que prometieron: conducir a México a una nueva etapa de crecimiento material, pues el promedio del aumento anual del producto per cápita de 1995 a la fecha ha sido trágicamente insignificante, menos del 1%, apenas un 0.89%.
Un país es más que un mercado, aunque se puede argumentar que el mercado es la columna en que se asienta el resto de la identidad nacional. Pues bien, la naturaleza de la economía mexicana se cambió como el bíblico derecho de progenitura: por un simple plato de lentejas; se sobrevive apenas como nación, pero sin el orgullo de ser dueños y directores de lo esencial del entorno en que se vive.
En su momento, Carlos Salinas argumentó: si Estados Unidos no permite a México aumentar sus exportaciones mediante el TLCAN, quiérase o no, México aumentaría su exportación de trabajadores indocumentados. La propuesta implicaba que si México se desnacionalizaba abriendo su economía al capital externo y al libre cambio, a cambio lograría un aumento en su bienestar material y en las fuentes de trabajo al punto que sus jóvenes ya no necesitarían buscar su salvación individual en la diáspora hacia Estados Unidos.
La realidad ha sido lo opuesto: la gran exportación se ha dado, pero ha tenido como contrapartida una gran importación -el comercio entre firmas- sin que se hayan creado los empleos en la calidad y cantidad prometidos. Y resulta que hoy en México es la economía informal la creadora de empleos, aunque no en la cantidad ni con la remuneración necesarias para impedir que los mexicanos jóvenes sigan marchando a Estados Unidos como indocumentados en cantidades masivas o, peor aún, se sumen a las filas de un crimen organizado que en materia de narcotráfico ya ha montado un negocio de 40 mil millones de dólares anuales.
La migración mexicana al país socio del TLCAN es, como se sabe bien, de entre 400 mil y 500 mil personas al año. De los 12 millones de trabajadores indocumentados en Estados Unidos, la mitad son mexicanos. Ese flujo masivo de migrantes sin papeles está generando una reacción muy adversa en el país vecino, cuya última manifestación es la ley que se propone pasar el estado de Arizona y que convierte en crimen el ser indocumentado en esa comarca y que, por tanto, permite y demanda que su Policía exija documentos de identidad a cualquiera que, por sus rasgos físicos, actitud o manera de vestir, se puede presumir que es un indocumentado. Según una encuesta nacional reciente, el 51% de los norteamericanos apoya la legislación que se propone poner en marcha Arizona y las ¾ partes ve a los indocumentados como una carga económica y no como una mano de obra barata y disciplinada, que contribuye a mantener vivas ramas de la economía norteamericana que no sobrevivirían fácilmente sin un trabajo que asume tareas y remuneraciones que la mayoría de los nativos rechaza. (The New York Times, 3 de mayo)
Al final de cuentas, el cambio de rumbo en 180° de la política económica de México en el último cuarto de siglo, y motivada más por el fracaso de sus élites del poder que por una auténtica voluntad mayoritaria, no está resultando la gran solución para México que sus partidarios supusieron, pero irónicamente, tampoco para Estados Unidos, pues mientras México no resuelva realmente sus problemas de desarrollo será cada vez más un socio incómodo.