Cecilia y Petrona rompían con la “normalidad” del centro comercial. (Archivo)
Cuando las dos mujeres de no más de un metro con 45 centímetros, de tez morena y con faldas largas color azul oscuro se encaminaron a la entrada de un centro comercial de Polanco, la alerta entre el personal de seguridad privado fue general. Las miradas nada discretas de hombres de traje las vigilaban cada segundo.
Aquello se convirtió en una especie de hostigamiento visual. Parecía que la presencia de Cecilia y Petrona, dos indígenas tzeltales de Tenejapa, Chiapas, representaba la profanación del lugar considerado el fashion hall o pasillo de moda, ese que los publicistas llaman “espacio único al aire libre para las compras de artículos de marcas prestigiadas, entre un equilibrio de belleza y glamour”.
Aquella era una muestra de lo que los académicos llaman “discriminación de baja intensidad”, un fenómeno social muy extendido en nuestro país.
Rompen con la “normalidad”
Para los vigilantes del centro comercial, Cecilia y Petrona rompían con la “normalidad”. En los radio-comunicadores del personal de seguridad se oían las frases: “Atención, dos mujeres vestidas como indias se están tomando fotos a la entrada de la plaza; indíquenles que no se puede; retírenlas”.
Ese fue uno de, al menos, seis actos discriminatorios que las mujeres chiapanecas experimentaron durante un paseo de tres horas por Polanco.
La diferencia la hacía su atuendo y su forma de hablar, características suficientes para reforzar los datos de la primera y única Encuesta Nacional sobre Discriminación en México hecha en 2006, que indica que la frecuencia de discriminación se da en los grupos más expuestos, como las mujeres, los indígenas, los adultos mayores, las minorías religiosas, los discapacitados y las personas con preferencias sexuales diferentes.
Las estadísticas revelan que 42.8% de los mexicanos se han sentido discriminados en el trabajo por su origen étnico y 41.5% relegados en su empleo por su apariencia física.
Cecilia Pérez Girón y Petrona Girón Gómez, de 23 y 29 años, respectivamente, iniciaron su periplo en la plaza de la Ciudadela, donde trabajan y viven con su familia, a la que ayudan a vender prendas tradicionales de Chiapas.
Ahí, justo afuera del mercado de artesanías, comenzó el paseo y también el acoso de miradas extrañadas, e incluso burlonas, de gente sorprendida porque las mujeres vestían trajes típicos: nahua (falda larga con una hilera de flores bordada) y huipil (blusa con fondo blanco y bordados de colores rojos y naranjas).
Ellas abordaron un taxi con rumbo a Polanco, la primera parada de su paseo. Cecilia se convirtió en la guía y traductora al tzeltal. Ella habla español y su compañera lo entiende poco.
El escaneo visual
¿Dónde está la entrada de la plaza?, preguntó Cecilia a un joven del valet parking del lugar. El chico le señaló con la mano las puertas corredizas de cristal. Las indígenas avanzaron y el acomodador de autos no disimuló una especie de escaneo visual hacia las mujeres.
Antes de que entraran, los vigilantes del interior ya sabían de su presencia. Ellas recorrieron los pasillos de mosaico y madera, vieron la ropa de niños y se acordaron de los suyos que se quedaron en Tenejapa, al cuidado de sus abuelas.
Las acompañaban los ojos vigilantes y la alteración contenida de los cuidadores cuando se acercaban a “las otras personas”. Descansaron unos minutos y salieron para continuar con el recorrido. En ese momento, fue justo cuando los vigilantes intervinieron para evitar que Cecilia y Petrona se tomaran fotos con el fondo de la que llaman “exclusiva plaza”.
Su curiosidad por ver lo que se vendía en esos comercios de la avenida Presidente Mazaryk las dirigió a una tienda de bolsas. La chica que atendía el lugar apresuró la llamada telefónica que sostenía para atender a las visitantes.
Temor a lo diferente
“¿Buenas tardes, les puedo ayudar?” No, gracias, sólo vemos”, respondió Cecilia. La vendedora, sin embargo, no se sentó despreocupada a que admiraran sus productos, más bien sus ojos se fijaron de manera directa a las manos morenas que alzaban y acariciaban bolsas.
“¿Este es su precio? Híjole, está carísimo, pero la verdad ni nos gustan, ¿verdad?”, decía Cecilia a Petrona entre risas, al referirse a una bolsa. Salieron del lugar y caminaron por las aceras, viendo aparadores de marcas y diseñadores reconocidos a nivel mundial.
Fueron cuatro calles las que recorrieron hasta llegar a la tienda de un diseñador italiano. Los curiosos tomaban como un show su paso frente a boutiques y comercios de la zona. Había risas sin disimulo y curiosidad por saber qué hacían esas mujeres ahí.
Ningún vestido de los aparadores les gustó. “Son demasiado escotados y otros están muy cortos, nunca me los pondría”, decía Cecilia, quien con la moda italiana sí quedó convencida. Encontró un suéter color hueso con aplicaciones de flores que le encantó.
“Está muy bonito, ¿ese es su precio?”, preguntó. La vendedora, que no cesó en perseguirlas por toda la tienda, sólo asintió con la cabeza. La prenda que le gustó costaba 16 mil 500 pesos.
Causan nerviosismo
Ellas siguieron su camino una calle adelante. Ahí se ubica una joyería de alta calidad. Una mujer y un hombre uniformados estaban en la entrada. “¿Será que podemos pasar?”, preguntó Cecilia. El señor de seguridad volteó a ver a la chica que lo acompañaba. “¿Las dejamos entrar?” Ella alzó los hombros y le dijo “Déjalas pasar. ¿Qué pueden hacer?”
Dentro del pequeño establecimiento, Cecilia y Petrona se dirigieron a ver las pulseras. Una de las vendedoras salió de inmediato detrás del mostrador. “¿Le puedo ayudar en algo, señora? ¿Le puedo ayudar en algo, señora?”, decía cada vez en tonos más altos y un poco desesperada por la falta de respuesta.
Las indígenas no percibieron que les llamaban a ellas. “¿Esta pulsera cuánto cuesta?”, preguntó finalmente Cecilia. Aliviada, la mujer que segundos antes las asediaba, abrió el catálogo que tenía en la mano y le dijo su precio: “3 mil 200”. Sólo se escuchó el “¡Ahhh!” indiferente de quien solicitó la información.
Cecilia fue a otro mostrador donde había anillos, la siguió Petrona y también la mujer de negro.
En el lugar había tensión por la presencia de las indígenas; las cosas se habían salido de su equilibrio; no se comprendía su presencia. La vendedora intentó relajar el ambiente y les preguntó sobre su vestimenta que les atravesaba el vientre con una faja: “¿De dónde es tu amarrado?” “de Chiapas”, dijo Cecilia. “¿De qué parte?” “de Tenejapa…” “Está muy bonito… “¿Están buscando alguna cosa en especial?” “Cuánto cuesta este anillo?”, preguntó la indígena. “Más de 3 mil pesos… ¿Buscan algo más económico, verdad?”, ellas dijeron que sí.
“Las atenderán con todo placer”
Cecilia y Petrona se despidieron. Era el momento de ir a tomar un postre en un restaurante italiano.
Las mujeres se sentaron en las mesas que invaden la banqueta, luciendo su vestimenta tradicional, esa que, reconocen, habitualmente ya no utilizan las generaciones jóvenes de tzeltales y que incluso entre la misma comunidad llegan a ser motivo de burla.
Sólo Petrona tenía puesto el atuendo típico porque Cecilia no tenía a la mano su huipil. Llegó el mesero, les puso sus servilletas en las piernas pero luego nunca se dirigió a ellas, sino siempre a la reportera que las acompañaba.
—¿Saben sobre la Ley de Arizona que permite a los policías detener a las personas sólo por su apariencia física?
—Sí, esa en que los agarran y los regresan para México. Está bien difícil.
—¿A ustedes las han maltratado por ser indígenas?
—No, nunca —afirmaron las tzeltales.
Durante la estancia en ese restaurante hubo extrañeza entre los meseros e incluso burlas. Cuando el capitán llegó a decir “les dejo a mi compañero que les atenderá con todo placer”, a sólo unos cuantos metros algunos de sus compañeros se rieron.
Pero Cecilia y Petrona nunca se dieron cuenta -o prefirieron ignorar- los desplantes de gente con la que comparten no sólo el color de piel sino también la nacionalidad.