EL SÍNDROME DE ESQUILO
En el México violento y convulso que vivimos, he terminado por desconfiar de toda iniciativa que haga clara distinción entre los mexicanos "buenos" y los mexicanos "malos". Si fuera fácil identificar a unos y a otros, bastaría hacer una feroz criba que dejara sólo ciudadanos de vida ejemplar. Lo cierto es que esas visiones sólo alimentan una nube de prejuicios que enturbia nuestra capacidad para dialogar y para ponernos en los zapatos del otro.
Pensando en eso, me encontré hace unos días con estas líneas: "el Mal no existía así, con mayúscula, el mal no era una entidad absoluta que se pudiese distinguir de entre las acciones humanas y, asépticamente, separar como un médico extirpa un tumor delimitado. Seguido surge con fuerza -un asesinato, una violación, un secuestro, una guerra- pero en las circunstancias normales ¿dónde está, dónde se halla? El mal estaba tan disperso, tan difuminado en los sucesos del mundo, tan compenetrado en cada cosa y tan indistinguible en todos, en cada persona, que ponerse en el plan de encauzarlo, de identificarlo y de abolirlo de las intenciones y los hechos era improbable: habría que matar a todos, a los supuestos verdugos y a sus probables víctimas". Este párrafo pertenece a "Cartas ajenas", una de las mejores novelas que habitan en estos días las mesas de novedades.
Escrita por Geney Beltrán Félix (Culiacán, 1976), Cartas ajenas se publica bajo el sello Ediciones B. La historia que nos cuenta esta novela es fascinante: Marioralio, el protagonista, es un empleado de correos desencantado de la vida. Su tarea es clasificar las cartas: una actividad rutinaria, mecánica, en la que ve literalmente pasar la vida de otros hasta el día en que un oscuro impulso lo lleva a cambiar su vida.
Robar correspondencia, leerla, e incluso contestarla, le permite a Marioralio darse cuenta de que bajo la engañosa cáscara de la cotidianidad hay cientos de historias que merecen ser leídas, pero no por un ejército de hechizados lectores, sino por ese lector concreto, específico, para el que fue redactada cada carta. Vistas bajo esa perspectiva, las cartas son literatura privada a la que Marioralio accede sin permiso (y nosotros también). Una literatura compleja, palpitante, donde los personajes no son sólo víctimas ni sólo verdugos, sino complejas estructuras sicológicas en precario equilibrio. Y es justamente eso lo que lleva al trabajador a cuestionar la pasividad que ha marcado su vida.
Un hombre que se cartea con su amante muerta (y recibe respuestas), una repartidora de cartas capaz de predecir la muerte de sus seres queridos y una mujer que descarga su dolor escribiendo a desconocidos, son sólo algunos de los personajes entrañables de esta novela, y que confirman la pericia que Geney mostró en "Habla de lo que sabes", su primer libro de narrativa. Aunque su prosa fluida hace que escribir parezca fácil, hay mucha carpintería literaria en esta novela: si la historia avanza muy rápidamente es gracias a que está contada en párrafos breves, precisos, en los que vemos reflejado el convulso y violento México que habitamos estos días.
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