Si alguna vez lo fue, Eugenio Hernández Flores dejó de ser el primero de enero gobernador de Tamaulipas. A su paso por el Poder Ejecutivo, esa entidad decayó en el mejor de los casos o de plano fue destruida, rotas las pautas de convivencia que habían prevalecido. Cabeza de un típico ejemplo de gobierno fallido, perturba saber que Hernández Flores retorna a la vida privada, a los negocios, sin que poder alguno, político o jurídico, esté en aptitud de llamarlo a cuentas. Su abrumadora incapacidad quedará impune.
El primer día de este año Hernández Flores entregó el gobierno a Egidio Torre Cantú, que reemplazó en la candidatura priista a su hermano Rodolfo, asesinado hace más de medio año, el 28 de junio de 2009, cuando faltaban sólo cinco días para la jornada electoral. Un semestre después, el gobierno local no pudo entregar a la sociedad tamaulipeca noticia alguna sobre los móviles y los autores del homicidio. Sólo esa terrible negligencia, o complicidad, o espanto frente a las causas del asesinato bastarían para descalificar al gobierno que concluyó sus funciones al comenzar este mes.
Hernández Flores se escondió tras la mampara que le ofrece la violencia generalizada en su entidad, como si atenderla y combatirla no le incumbiera, y ello correspondiera únicamente al Gobierno Federal. Pero concernía a su competencia la lucha contra la delincuencia común, la que independientemente de sus motivos priva brutalmente de la vida a personas sin nombre. Y con su insuficiencia y, más todavía, impasibilidad en esta materia contribuyó a la fractura de la vida social tamaulipeca. En el norte, en el centro y en el sur, en la costa, en la frontera chica, por doquiera se cometieron atrocidades, vinculadas las más de las veces al narcotráfico, que se convirtió en el verdadero poder político en la entidad. Poblaciones enteras, como la paradigmática Ciudad Mier fueron abandonadas por sus pobladores, presas del terror. Pero las balaceras y la inseguridad que produjeron ese resultado fueron acontecimiento cotidiano en las grandes ciudades, especialmente Nuevo Laredo, Reynosa, Matamoros. De los penales de esas ciudades huyeron cientos de presos. En San Fernando fueron hallados los cadáveres de 72 migrantes, en agosto pasado; pero en febrero anterior un convoy de más de cien vehículos ocupó a Valle Hermoso. "El pueblo estuvo ocupado durante tres días de enfrentamientos a toda hora. Nomás chillaban los coches por las corredizas que pegaban. Nadie nos auxilió ni el Ejército vino, por más que lo llamaron. Hubo como sesenta muertos. La historia se repitió el 6 de junio. Se fueron derecho a la Preventiva y otros a la Ministerial. Fue una matazón. Se llevaron a varios policías" (Proceso, 27 de junio).
Si bien la nota más evidente de la ingobernabilidad tamaulipeca consistió en la precariedad de la vida, que podía acabar a balazos en cualquier momento y todo lugar (como ocurrió a los pequeños Byron y Martín Almanza, por ejemplo), no es el único motivo para reprobar al pésimo gobierno de Hernández Flores. Dondequiera que se vuelva la cara se hallan señales del deterioro sufrido por Tamaulipas. El nivel educativo se abatió, hasta dejar al sistema de enseñan básica de la localidad en la peor situación y a la niñez tamaulipeca en los últimos lugares de la lista de eficiencia educativa.
La gestión administrativa no caminó mejor, sino al contrario. Como ocurre en casi todo el resto del país (sin que ello suponga justificación alguna), la deuda pública creció en términos abrumadores. Se hipotecó hasta por siete mil millones de pesos el impuesto sobre nómina. En total, el gobierno de Torre Cantú recibió de Hernández Flores un pasivo por nueve mil millones y medio de pesos.
No es cuantificable con esa exactitud la corrupción, pero la que ha envenenado a Tamaulipas desde tiempo atrás se acrecentó bajo el gobierno de un contratista enriquecido, que debe su ingreso a la política al financiamiento de que proveyó a su antecesor Tomás Yarrington, que compensó el favor con la alcaldía de Ciudad Victoria y haciéndolo vivir un breve lapso en el Congreso federal. Esas fueron las dos responsabilidades políticas que prepararon a Hernández Flores para gobernar a su estado natal. Ingeniero civil, hasta entonces se había dedicado al negocio de la construcción, aceitado por nexos con los políticos del gobierno local.
Carente de toda idea apta para el manejo de la cosa pública, Hernández Flores fue parte de la camada de candidatos priistas que basaron su proyección pública en el estereotipo encarnado por Enrique Peña Nieto, al que Hernandez Flores se asemeja no sólo en el acicalamiento físico sino también en su ausencia de convicciones y el ejercicio del pragmatismo más crudo.
Probó esa doble circunstancia cuando traicionó a su partido y a su candidato Roberto Madrazo en julio de 2006. Instado por la profesora Elba Esther Gordillo, puso sus posibilidades de control electoral al servicio del candidato Felipe Calderón, convertido de esa manera en triunfador en ese estado, lo que le fue puntualmente agradecido, al día siguiente de la jornada, por el secretario de Comunicaciones Pedro Cerisola. No era para menos: la votación panista creció hasta medio millón de votos (más de cien mil votos por encima de los obtenidos en la más reciente elección local), y la del PRI se abatió a la mitad: el propio Hernández Flores obtuvo más de seiscientos mil votos, mientras que medio año más tarde Madrazo apenas alcanzó trescientos trece mil.