"La experiencia propia y ajena lo prueba: hay que tenerle miedo al miedo porque esa puede ser la vía para perder el futuro"
Lorenzo Meyer
En tiempos difíciles, entre los individuos o entre las colectividades, la incertidumbre en torno al futuro suele dar paso a sentimientos de desánimo y temor. Al final, el problema se torna circular, pues un sentimiento de desmoralización o de miedo es en sí mismo un factor que contribuye a hacer más difícil modificar las tendencias negativas. Tratar de predecir lo que va a suceder para eliminar o disminuir la angustia es, entre otras cosas, es lo que llevó a que los antiguos recurrieran a adivinos, oráculos o a ver en las entrañas de los animales los signos de lo que estaba por ocurrir. Es necesario recobrar la confianza en lo que está por venir para poder dar en el presente lo mejor de sí.
Una característica de la ciencia es justamente su capacidad de predicción y puede ser de gran ayuda para otear el horizonte de manera más confiable y, en consecuencia, permitirnos actuar en y sobre el presente para influir activamente en lo que puede ocurrir y disminuir así incertidumbre y temor. Desafortunadamente, la predicción no es el fuerte de las sociedades en general. Incluso la economía, donde los especialistas se precian de lo sofisticado de sus instrumentos matemáticos, el análisis de las series de datos en el tiempo puede llevar a pronósticos sólidos que resultan incorrectos cuando ocurren cambios repentinos o de fondo, como lo mostró la recesión mundial de 2008 que tomó al grueso de los economistas por sorpresa.
En México hoy las proyecciones sobre la naturaleza del futuro político, social y económico son básicamente signos de interrogación. Y si simplemente usamos lo ocurrido en los últimos años y lo proyectamos hacia el porvenir, entonces aumentan las razones para el desasosiego y el temor.
. Al presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt no le faltaban razones cuando en marzo de 1933, en su discurso inaugural y cuando su país vivía intensamente los estragos del desempleo masivo, producto de la Gran Depresión, decidió echar mano de Henry David Thoreau (1817-1862) y advertir a sus conciudadanos que el verdadero problema de Estados Unidos no era económico sino de actitud: a lo que realmente deberían temer los norteamericanos era al miedo mismo. Había que evitar que ese sentimiento arraigara o de lo contrario el futuro lo ganaría la depresión. Lo que Roosevelt hizo fue plantear a los ciudadanos un "Nuevo Trato" entre el gobierno y el pueblo norteamericano y lanzar al Estado a crear empleos -había 13 millones de desempleados- y regenerar la energía política para revertir la parálisis y empezar a dar forma a lo que sería el "Estado de bienestar", ese que duró casi medio siglo.
Hoy en México se vive una situación diferente en sus causas y formas a la que Estados Unidos vivió en los 1930, pero similar en sus manifestaciones de desasosiego pues no se vislumbra el final del largo túnel en que sus dirigentes metieron al país hace casi tres decenios. Desde entonces, la economía se mueve en ciclos de crecimiento modesto con otros de estancamiento o, peor aún, de decrecimiento.
A la falla sistemática del sistema productivo se añade la incapacidad igualmente sistemática de las autoridades locales y nacionales para hacer frente al crimen y la inseguridad. Mientras el PIB creció en 2010 un 5% tras caer un 6.5% en 2009, el número de muertes relacionadas con el crimen organizado pasó de 6,587 a 11,583 en el mismo período (ver el "Ejecutómetro" de Reforma); el aumento en este rubro macabro fue de ¡76% en un año!
Por otro lado, la corrupción pública y privada se mantiene imbatible. Correlacionada positivamente con la corrupción se encuentra la impunidad y la certeza generalizada de que casi nunca "quien la hace, la paga". Y la lista de problemas de fondo es larga, pero hay uno más que debe recalcarse por ser histórico y contribuir de manera destacada a la desmoralización colectiva: la desigualdad.
. En una columna reciente en The New York Times, (1° de enero), Nicholas Kristof, y refiriéndose a Estados Unidos -donde la riqueza del 1% más próspero de la población es superior a la que posee el 90% contando de abajo hacia arriba en la pirámide de la distribución del ingreso- sostiene con datos que la desigualdad social creciente está correlacionada positivamente con la desmoralización y la falta de cohesión nacional. Es posible argumentar que al atacar el desequilibrio social extremo, Roosevelt y su New Deal contribuyeron a aumentar la cohesión y el optimismo norteamericanos, lo que les sirvió bien para enfrentarse a sus adversarios durante la Segunda Guerra Mundial; la victoria en esa guerra aumentó la confianza colectiva y el círculo virtuoso funcionó por buen tiempo.
En el México de inicios de la segunda mitad del siglo pasado, y según las encuestas de Gabriel Almond y Sidney Verba (The civic culture, 1963), aún funcionaba el discurso revolucionario de la igualdad social y la confianza en el futuro era relativamente amplia. Hoy no tenemos cifras de concentración del ingreso tan finas como en Estados Unidos, pero es muy probable que sean parecidas o peores. En cualquier caso, los efectos de la división entre el México de arriba y de abajo se deja ver de muchas maneras. Mientras la Bolsa Mexicana de Valores hay gran optimismo pues en 2010 sus ganancias nominales crecieron 20% (Reforma, 3 de enero), entre el grueso de los mexicanos el sentimiento es el opuesto: para el 86.5% la economía va peor, para el 59.1% el país va por el rumbo equivocado y el 79.6% considera que la situación política ha empeorado (Consulta Mitofsky noviembre, 2010).
En el 2000, México pareció entrar en una nueva era de su historia política y, se esperaba, que también lo hiciera el resto de los temas que tienen un componente político. No fue el caso. En un ensayo reciente, René Delgado advierte que hace diez años hubo una alternancia de partidos en el poder, pero finalmente no hubo un verdadero cambio de régimen: básicamente sigue funcionando el antiguo, pero debilitado, (Enfoque de Reforma, 2 de enero). Delgado, por tanto, le informa a la clase política que ya casi se le agotó el tiempo para superar constructivamente ese pasado indeseable. Si no lo supera, corre el peligro -corremos- de enfrentar un "derrumbe nacional". Tiene razón Delgado, pero la clase política mexicana como tal no existe, no tiene un interés general superior a sus intereses individuales o de pequeño grupo. Desde luego esa "clase" no es portadora de ningún interés nacional, sino que está fragmentada y confrontada casi como lo estaba a mediados del siglo XIX. Carece de liderazgo y no hay nadie que pueda negociar su unidad de acción en nombre de su -y nuestra- salvación colectiva.
. Quizá Estados Unidos se puede hoy darse el lujo de estar políticamente dividido y llevar adelante "pequeñas guerras" en Irak y Afganistán; puede estar dividido en torno a su política económica y social y prepararse para tener un crecimiento máximo del PIB del 4% y seguir con un desempleo abierto por arriba del 9%.
Quizá. Pero nosotros no podemos darnos el lujo de seguir perdiendo el tiempo histórico porque estamos en un nivel de desarrollo material e institucional muy por debajo del estadounidense. Sin embargo, no hay nada que objetivamente nos lleve a suponer que el liderazgo mexicano va a hacer otra cosa que mantener las políticas -o falta de políticas- actuales y que han desembocado en la mediocridad e inseguridad en que hoy nos debatimos.
. Las encuestas nos dicen que al final de 2010 una mayoría relativa de los mexicanos no se identifica con ningún partido, pero de los que sí tienen preferencia partidista lo hacen con el PRI (33.9%, según Consulta Mitofsky) y también que es el PRI el partido con menos rechazo. Una explicación de esta resignación de una parte de los mexicanos con el antiguo régimen y su partido -corruptos hasta la médula, pero tenidos por relativamente eficaces en la gestión de esa corrupción- está en el temor sobre el futuro. Para muchos, el pasado ofrece una mala certeza, pero certeza al fin, y un tipo de salida a un presente sin atractivo.
Hoy estamos pagando las consecuencias de que en las elecciones de 2006 se hubiese colocado al miedo como el sentimiento dominante. Cuando tengamos el próximo gran encuentro con las urnas, en 2012, deberíamos escuchar a Thoreau y a Roosevelt, aceptar por experiencia propia que no hay peor actitud para enfrentar el futuro que el miedo, y aprovechar la elección presidencial para abandonar la parálisis y lanzarnos a demandar y buscar, por fin, el cambio de régimen.