E L apocalipsis maya, previsto para diciembre de 2012 por los astrónomos del periodo clásico, ya llegó a nuestras narices. El mexicano es un ser congestionado.
Tal vez porque la Gripe A fue una falsa alarma no prestamos debida atención a síntomas que no proliferaban tanto desde la Colonia, cuando la ciudad fue invadida por la tos chichimeca.
Mi investigación proviene de respirar el aire de Anáhuac desde hace 55 años. Eso basta para saber que la atmósfera es distinta. Ahí mora una alianza de cepas que han mutado lo suficiente para satisfacer a un novelista de ciencia ficción con partículas contaminadas. Tenemos tanto de agripados como de envenenados.
El otro día encontré este letrero en un taller mecánico: "Cerrado por gripe". No estamos ante una epidemia sino ante algo más difícil de discernir. La gripe dejó de ser una enfermedad para convertirse en una costumbre.
"Llevo nueve gripas en seis meses", me dijo una persona que más bien debería contabilizar los escasos días en que se siente bien.
En las empresas, la gripe ha alterado las relaciones laborales en una forma que hubiera intrigado a Adam Smith. La economía no se ha resentido porque de por sí va mal y porque las toses reorganizan la división del trabajo. Antes del estado crónico gripal, bastaba tener ojos irritados para solicitar una incapacidad. A medida que el padecimiento se volvió común, los pícaros que nunca faltan pretextaron gripes rigurosamente imaginarias. Pocos malestares se fingen con tal facilidad.
Aunque hay oficinas diezmadas por la explicación de que los ausentes tienen gripe, en muchas otras se trabaja entre estornudos de estertor. En esos sitios, el resfrío no faculta para la incapacidad; es la norma; en consecuencia, se asume como otra de las molestias de ser mexicano.
En las oficinas no abundan los cubrebocas; no se piensa que los visitantes pueden ser contagiados por la sencilla razón de que ya vienen contagiados. Hace poco tuve que resolver un trámite ante una secretaria que estornudaba nubecillas de saliva en el teclado y el expediente. Como es de mala educación ponerse guantes de látex para recibir oficios públicos, me adapté al documento húmedo.
La venta de pañuelos faciales se ha disparado en tal forma que ya influye en la artesanía popular. Las calles son recorridas por vendedores de klínex "decorados". Sonarse con un papel blanco es insulso. Sonarse con una imagen de Winnie Pooh genera optimismo. Aún no hay próceres "faciales" porque no se ha descubierto si sonarse con ellos es patriota o ultrajante.
La importancia de nuestras narices también se mide en los estuches que se inventan para la caja de klínex. El mexicano ama la decoración, según lo confirman los troncos de árbol tapizados de chicles o los coches con cuernos de reno que circulan en Navidad. En consecuencia, hay cajitas de Olinalá para klínex. Otras son de estambre o tienen los colores del América; las hay tipo sarcófago para agripados góticos o de cuero para licenciados.
El trato social se ha modificado tanto que no es extraño escuchar frases como ésta: "Tiene muy buena memoria; con decirte que todavía se acuerda del día en que le empezó la gripe".
Actualmente, la codicia se reconoce por la negativa a prestar un klínex, y la franqueza norteña, por el volumen del estornudo.
No sólo los otorrinos trabajan horas extra. Un entrenador de perros me dijo que cada vez son más los clientes que le piden que enseñe a sus mascotas a no destazar los klínex que encuentran en el cesto de los papeles (en su incorregible felicidad asociativa, aman las lágrimas y la secreción nasal de sus amos). ¿Podemos hacer algo? ¿Nos tendremos que sonar hasta el juicio final?
Hay algunas señales alentadoras. La ocupación hotelera ha bajado mucho en el país, pero en la zona maya ya no hay cuartos para diciembre, fecha de caducidad del Quinto Sol. ¿Estamos ante un turismo catastrófico? Si todo ha de acabar, ¿es mejor verlo en primera fila?
El éxito hotelero del apocalipsis parece depender de otra causa: no se acabará el mundo sino un mundo. Una inusual alineación de planetas generará suficiente energía para iniciar un proceso de renovación. ¿Dejaremos entonces de estornudar? Esta interrogante lleva a otra más profunda: ¿Vale la pena dejar de estornudar?
"No quiero que se me quite la gripe", me dijo una persona a la que considero bastante sensata: "Es la prueba de que sigo viva". Esta certeza me sumió en la perplejidad. El organismo que se altera revela que tiene defensas; al estornudar, reacciona contra un virus o una toxina o la mezcla de ambos.
La salud tiene un valor existencial neutro: si disponemos de ella, no la percibimos. En cambio, la gripe nos mantiene en alerta. Cuando desaparece, advertimos que todo lo que sentíamos era la gripe. Sin esos síntomas, la percepción se vuelve opaca.
¿Acabaremos siendo adictos a lo que ahora nos molesta? Por lo pronto, sabemos que la naturaleza nos concedió la sede del apocalipsis, pero también una clave para sentirnos a salvo: si estornudas, es que sigues vivo.