Retorna el mito de que unas cuantas reformas nos darían acceso directo al Nirvana. Tres décadas de reformas diversas son testigo de que las reformas son indispensables, pero no lo son todo: sin una claridad de dirección y un liderazgo efectivo, las reformas, cualesquiera que éstas sean, serán siempre insuficientes. El verdadero reto consiste en saber qué reformar y para qué, y sumar detrás de esa visión al conjunto de la población. Sin ello seguiremos discutiendo "las" reformas por las siguientes tres décadas.
El problema de los mitos es que, como afirmaba Monsiváis, "la realidad del mito es la irrealidad del país". Se construyen enormes edificios en torno a una solución milagrosa y luego se pretende que cambie la realidad en un santiamén. Para que surta efecto, una reforma tiene que tener al menos tres características cruciales: primero, debe partir de un diagnóstico certero sobre la naturaleza del problema que se pretende resolver; segundo, debe ser coherente y consistente con otras acciones gubernamentales que se emprenden de manera paralela; y, tercero, debe afectar a los intereses que se benefician del statu quo que la reforma se propone modificar. Si no se satisfacen los tres requisitos, la reforma no logrará su cometido.
Lamentablemente, muy pocas de las reformas (incluyendo privatizaciones) que se emprendieron desde los ochenta han satisfecho estos requisitos. Peor, se ha arraigado la noción de que todos nuestros problemas están plenamente diagnosticados y que lo único que hace falta es que el Congreso actúe para salir del hoyo en el que estamos. Como ilustra la polémica en torno a la iniciativa de reforma laboral que recientemente envió el presidente Calderón al poder legislativo, no existen consensos respecto a las causas de los problemas que nos aquejan. Mucho menos existen respuestas automáticas que, además, gocen de consenso entre especialistas o políticos. En otras palabras, no existen soluciones mágicas.
En adición a lo anterior, dado que cada iniciativa de ley que se presenta desata su propia dinámica política (producto de las fuerzas con intereses de por medio), existe el riesgo de que, al final del proceso, una reforma acabe siendo contradictoria con otras. Esto es algo normal en un entorno democrático donde en cada proceso intervienen fuerzas distintas que acaban conformando un producto único cada vez. El arte de lo posible como dirían los clásicos.
Sin embargo, nosotros debemos aspirar a más. La clave del desarrollo, y del logro de tasas elevadas de crecimiento económico, reside en la coherencia del conjunto de estrategias que organiza el gobierno y que se plasman en la forma de leyes, reglamentos, regulaciones y presupuestos. Puesto en otros términos, el éxito de una estrategia de desarrollo reside enteramente en la capacidad de un gobierno de articular una visión y convencer a la población y a los legisladores de sus beneficios. En este sentido, se trata de un proceso inherentemente político, aunque sus resultados se aprecien, para bien o para mal, en el desempeño económico.
Dicho lo anterior, es evidente que el país requiere reformas al menos en materia laboral, fiscal y energética. Pero estas reformas no pueden ser independientes del conjunto que se pretende conciliar y coordinar.
Para que sea exitosa, una reforma laboral debe facilitar la contratación de personal y favorecer el crecimiento de la productividad sin mermar los derechos políticos y laborales del trabajador. Estos principios son elementales, pero es importante notar que esta reforma es mucho más importante para empresas chicas que para las grandes, cuya escala les permite mucho mayor latitud en materia de sueldos y prestaciones. Además, el costo laboral como porcentaje de los costos totales tiende a ser mucho menor en empresas con alta inversión en tecnología y maquinaria que aquellas dependientes estrictamente de mano de obra. Es decir, las empresas chicas, que son las que más empleos generan (con bajos salarios), son las que urgentemente requieren mayor flexibilidad laboral. Prueba de esto es que ahí domina la economía informal, que carece de prestaciones o protección alguna.
Para que sea exitosa, una reforma energética debe hacer posible que el país cuente con combustibles y materias primas a precio competitivo y en condiciones similares o mejores a las de nuestros competidores. En la actualidad no sólo no se cumple esa premisa, sino que es incierta la disponibilidad de energéticos y los monstruosos monopolios que se encargan del sector tienen por prioridad la satisfacción de sus intereses sindicales y burocráticos internos, así como de sus jefes políticos. El mercado y la competitividad los tienen sin cuidado. Para que sirva, una reforma energética tiene que resolver estos entuertos y, a la vez, hacer posible la explotación de los recursos con acceso a tecnologías que hoy sólo son asequibles a través de asociaciones privadas.
Por su parte, una reforma fiscal exitosa implicaría liberar al gobierno de su dependencia respecto al ingreso petrolero sin que eso implique exprimir a los pagadores de impuestos de tal manera que se trastoque el incentivo a producir de manera eficiente. Desde luego, en materia de impuestos todos queremos que alguien más pague, pero la clave reside en que el contribuyente vea en los servicios públicos una justificación plena para su pago. Sin embargo, si uno ve desde la seguridad pública hasta el estado del pavimento, es evidente que el divorcio entre impuestos y servicios es tan grande que es imposible pretender conciliarlos sin un profundo y serio compromiso gubernamental.
Las reformas son necesarias, pero perviven tantos obstáculos, estancos, favores, mecanismos de protección, subsidios y burocratismos dentro del poder ejecutivo que un actuar serio en ese frente tendría el efecto de liberalizar fuerzas y recursos, además de dinamizar la competencia en sectores clave de la economía. Lo mismo es cierto en sectores sujetos a concesión, siempre dados al chantaje y a las prácticas monopólicas. En muchos ámbitos, el problema es menos legislativo que ejecutivo, pero no por eso menos polémico o político.
En la conformación de su gabinete, el presidente deberá equilibrar la presencia de técnicos del primer mundo con operadores políticos eficaces y dispuestos a enfrentar a los intereses -en todos los ámbitos- que mantienen paralizada a la economía. Si nombra puro grillo, cosechará bajas tasas de crecimiento; si nombra puro técnico, cosechará conflictos por doquier. Su decisión en esta materia será otra muestra de su visión y de su disposición a lograr eso que le ganó el voto: un gobierno eficaz.
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