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Productividad: eje rector

LUIS RUBIO

Dice Macario Schettino que somos pobres porque somos improductivos. Ningún mexicano sensato podría disputar esa afirmación. La pregunta relevante es por qué no convertir a la productividad en el eje rector de la estrategia del próximo gobierno.

Ahora que se discuten reformas propuestas por el gobierno saliente y se especula sobre las que propondría el próximo, es necesario reflexionar sobre la razón por la que es imperativo llevar a cabo un conjunto de reformas, en ámbitos diversos. También es importante dilucidar en qué, y por qué, el proceso de reforma en un país "en desarrollo" es distinto al que caracteriza a los países que se fueron transformando a lo largo de siglos.

La mayor parte del aparato legal y regulatorio, además de político, que caracteriza al país proviene del "viejo régimen", una estructura sociopolítica cuyas características y modos de funcionamiento dejaron de operar en el momento en que ocurrieron dos cambios radicales: primero, en orden cronológico, la apertura de la economía y, segundo, el cambio político que se dio en 2000. Vistos en retrospectiva, estos factores alteraron todos los vectores que hacían funcionar al país: con ellos se acabó el control central que ejercía la presidencia y la burocracia, se liberalizó el funcionamiento de la economía, se eliminó la capacidad de imponer el criterio del presidente sobre todo el acontecer nacional y se descentralizaron las decisiones económicas y políticas, en el sentido más amplio de la palabra.

Puesto en otros términos, cambió la realidad del poder de manera radical: de concentración pasamos a descentralización; de control a atomización y fragmentación; de imposición a que todo dependa de la capacidad e integridad de cada una de las partes. Por donde uno lo vea -en la economía, en los gobiernos estatales, en la sociedad civil, en la política-, el país ha experimentado una transformación radical en su naturaleza y estructura de poder.

Lo que no cambió fue el entramado institucional, legal y regulatorio. Con excepciones -algunas enormes-, seguimos viviendo bajo el yugo de un esquema legal e institucional que nada tiene que ver con la realidad actual. Ese es el caso del poder judicial y de la PGR, de la legislación laboral y del régimen energético, de las policías y del ejército. La economía vive en un entorno global, pero se gobierna con instrumentos de una economía protegida; la política vive una enorme efervescencia y competencia, pero opera bajo criterios que Plutarco Elías Calles reconocería como propios; la sociedad es cada vez más diversa y tiene experiencias cada vez más cosmopolitas, pero la estructura regulatoria en que vive es antediluviana. El desempate entre la realidad y la formalidad es impactante.

Las reformas de los ochenta y noventa intentaron conciliar, al menos parcialmente, la nueva realidad con el marco jurídico existente. En algunos casos se avanzó, en otros seguimos paralizados. El principal problema de esa era residió en la permanente inconsistencia entre las diversas reformas y privatizaciones. En lugar de seguir una estrategia integral, se tomaron decisiones casuísticas, muchas de ellas inherentemente contradictorias, generando las condiciones que llevaron a la crisis de 94.

Visto en conjunto, el país requiere una estrategia de desarrollo integral. Esto es, un proyecto claro y definido que explique a dónde se quiere llegar y que goce de coordinación entre proyectos. Volviendo a los ochenta, se puede observar cómo se privatizó la empresa telefónica (con criterios de ingreso fiscal, no de competencia) casi de manera simultánea con la aprobación de la ley en materia de competencia. Lo mismo ocurrió con la forma en que se privatizaron los bancos, se adopto la ley en materia de inversión extranjera o se liberalizó la economía. En una palabra, nunca hubo un proyecto rector que asegurara que las partes fuesen compatibles entre sí.

Para ser exitoso y evitar esos dislates, el próximo gobierno debería adoptar una visión integral y de ahí "colgar" todas las decisiones individuales que decida emprender. Es decir, no descuidar el objetivo que se propone y los elementos que deben estar presentes para que éste pueda ser logrado. El proceso debe asegurar compatibilidad con la realidad económica global, sobre todo en temas como impuestos, energía, regulación, competencia y similares.

Es claro que es muy difícil articular una gran estrategia de desarrollo que integre todos los elementos y factores que caracterizan a la gestión de un gobierno. En virtud de esto, me permito proponer que en lugar de intentar un gran ejercicio de planeación central estilo soviético, el gobierno que se prepara para iniciar funciones adopte un criterio central que guíe su actuar y, sobre todo, que le sirva como mojonera para asegurar que las partes cuadren con su objetivo último.

De acuerdo con los estudiosos, hay una correlación absoluta entre el ascenso de la productividad y el crecimiento de la economía. Siendo así, lo más simple sería adoptar la productividad como el criterio rector. Paul Krugman, uno de los economistas más críticos en la actualidad, afirma que la productividad "no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo" porque determina el número y tipo de empleos que existirán y, por lo tanto, el ingreso de la población. De adoptarse la productividad como criterio, el presidente podría evaluar con enorme claridad qué contribuye y qué impide y, por lo tanto, qué costos son aceptables y cuáles no. Más al punto, le permitiría poner en perspectiva la importancia relativa de reformas en unos temas respecto a otros porque algunos sectores son infinitamente más trascendentes en materia de impacto sobre la productividad que otros.

Desde el punto de vista de la productividad, no hay nada más importante que la formación del capital humano, el funcionamiento de los mecanismos de resolución de disputas, la seguridad pública, la infraestructura, la disponibilidad de energéticos y la existencia de un entorno propicio para el crecimiento de la innovación y la creatividad. La gran virtud de contar con un criterio unificador es que permitiría discernir los costos y beneficios de asumir un conflicto con los intereses comprometidos con el statu quo, a la vez que permitiría identificar contrapartes y apoyos.

El "viejo régimen" vivió de abusar de los derechos de propiedad, de ignorar (y hacer imposible) el Estado de derecho y de imponer las preferencias del presidente. Ese régimen se colapsó porque fue incapaz de adecuarse a los tiempos y satisfacer a una creciente población. Una creciente productividad permitiría construir un nuevo régimen, bueno para todos.

www.cidac.org

@lrubio

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