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Yom kipur

ADELA CELORIO

Tú perdonas, él perdona, usted perdone. Yo no. ¿Quién soy yo (pecadora irredenta que sólo me arrepiento de lo que no me he atrevido a hacer… todavía) para andar perdonando? ¿Desde qué estatura moral lo haría? Lo mejor es que Dios nos perdone a todos, y precisamente de eso se trata "YOM KIPUR"; la más importante de las festividades de la judeidad.

Desde la tarde del pasado martes, con sus ropas nuevas, los libros de oración en la mano y la cabeza cubierta con la "kipa", los hijos de Abraham y seguidores de Moisés, se presentaron puntuales en las Sinagogas de todo el mundo para, purificados por un ayuno de veinticuatro horas, orar en el Día del Perdón. Algunos entre ellos; mujeres y hombres de buena voluntad como mi Querubín, quizá no sepan bien de qué han de ser perdonados, pero están convencidos de que El Señor sí lo sabe.

En el vertiginoso desliz de 2012 hacia 2013, septiembre me hace la concesión de bajar el ritmo para que yo pueda dar El Grito a toda patria, y después llegar a tiempo para compartir la miel y las manzanas de Rosh Hashaná (o sea el Año Nuevo judío que ya alcanza el 5773) y todavía en septiembre, el "Día del Perdón" con mi familia ancestral, de donde los católicos nos desgajamos para devenir judeo-cristianos y herederos del Antiguo Testamento, de los Diez Mandamientos que el Señor entregó a Moisés, y de algunas formas tan esenciales como santificar las fiestas.

Desde hace 5773 años, nuestros ancestros judíos santifican el sábado, los cristianos apenas hace 2012 consagramos el domingo como día del Señor; y para no ser menos, los musulmanes, desgajados también del judaísmo en el siglo sexto d.C., santifican el viernes. ¿Pero qué importa el día y la forma en que oramos los unos y los otros si de lo que se trata es de celebrar y agradecer la vida? ¿Qué importan las formas si el mero y cotidiano avanzar por los días es labor de la gran colectividad humana? ¿Acaso no hemos asimilado todavía que hace dos mil doce años, un niño nacido en Belem, llamado Jesús y circuncidado como lo impone la Ley de Moisés, asombró con su sabiduría a los rabinos en el Templo, y seguramente ayunó y oró junto a sus padres José y María; en el Día del Perdón?

Escribo estas líneas desde un confortable nosotros, la fraternidad humana en la que creo y en la que me cobijo. Las escribo desde la cercanía que me impone la necesidad y el respeto por el otro. Como ya he dicho antes aquí, me fue negado el don de la obediencia por lo que en vez de seguir la lectura rigurosa del "LIBRO", mientras me encuentro en la Sinagoga reflexiono, medito, hablo con Dios aunque Él no me conteste; y a ratos repito el Padre Nuestro que es la oración por excelencia, dado que Jesús mismo, habiéndola aprendido de sus padres, la enseñó a sus discípulos.

Del mismo modo que lo hago en mi Iglesia, en la austera Sinagoga sin efigies de Vírgenes ni Santos, a ratos me disperso, me escapo. A ratos vuelvo y estoy ahí, porque creo en un solo Dios verdadero que se encuentra en el cielo, en la tierra "Y en todo lugar" A ratos me aburro, me remuevo en mi asiento, intento seguir "El Libro" sin concentrarme, me canso, me siento ajena, pienso en enchiladas suizas. Las últimas horas de Kipur, son especialmente duras; las mujeres ojerosas, los hombres con la barba crecida, marchitas las ropas nuevas, el hambre visible.

Finalmente el sonido ronco de "La Shofar" (un cuerno que sopla el rabino) anuncia el fin del ayuno y el principio de la fiesta. Desde que me casé con mi Querubín, soy como los hijos de los divorciados, aunque tengo un solo padre, disfruto de dos templos, dobles fiestas, dobles regalos y dobles bendiciones. Ah, si no fuera por las Gorgonas… pero bueno, después de todo, nadie dijo que esta vida era una ronda interminable de tarta y champán.

En casa de la pequeña Judi, retoño de mi amiga Boruca, nos reciben con un té para reactivar con suavidad el estómago. Yo lo bebo mientras me repito para mis adentros: serena morena que ahora viene lo bueno. Y viene. Después de un rato de conversación pasamos a la mesa donde la cristalería reluce sobre el blanquísimo damasco del mantel. Los vinos son blancos y frescos. En algún momento de la larga y difícil historia del pueblo hebreo, se les acusó de celebrar el Shabat bebiendo sangre de niño cristiano. Desde entonces procuran evitar el vino rojo en sus celebraciones. Por la humeante sopa seguida de una profusión de ensaladas, platones de arenque, salmón, quesos, blintzes, pasteles variados y toda clase de dulces que nos ofrecen; me queda claro que Dios, ya nos perdonó.

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