Cuando una nación reclama evitar su ruptura e impulsar su reforma para reencontrar la concordia y restablecer su horizonte, el sacrificio es obligado en el ámbito y la dimensión donde a cada sector social le corresponda. Sin asumirlo, el reclamo es simple queja o ardid para exigir a otro lo que uno niega.
La demagogia es práctica común de los políticos, pero tampoco es ajena a la sociedad.
Hoy, el país se encuentra ante una disyuntiva, clave en su porvenir. Sentar las bases de su reforma antes de finalizar el año y ensayar nuevos derroteros o, bien, hacer lo de siempre y permanecer estancado, agrandando el peligro de su ruptura. Uno o lo otro, sin embustes.
Desde su diversidad y pluralidad, diferencias y contrastes, la sociedad debe responder con prontitud: si quiere y puede cambiar o si sólo quiere. Una cosa es anhelar algo, otra realizarlo.
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No se puede exigir golpear al crimen organizado donde le duele -esto es, en los recursos malhabidos-, pero ampararse contra las medidas antilavado de dinero. No se puede demandar una mejora en la calidad de la educación, pero plantarse en plazas y calles para echar abajo la posibilidad. No se puede pedir abatir la obesidad, pero resistir gravámenes a los refrescos endulzados. No se puede exhortar a combatir la pobreza y la desigualdad, pero rechazar la desaparición del régimen de consolidación fiscal o repudiar cargos a las ganancias derivadas de la especulación. No se puede conminar a acabar con el delito, pero negar la profundización de la política social. No se puede exigir un país de leyes, pero no acatar las reglas.
Si nadie pone, si nadie acepta el sacrificio, no hay reforma posible.
Es perverso insistir en reclamar la reforma de la economía, la educación, las elecciones, las telecomunicaciones, la política, la hacienda, el corporativismo, la corrupción, los monopolios, las deudas... exigiendo, al mismo tiempo, no tocar los privilegios y los intereses propios. Es exigir civismo desde el cinismo: aféctese al otro, sin tocar lo mío.
A las grandes hazañas nacionales las sella el sacrificio. Si no lo trae, es cuento.
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Excepción hecha de la petrolera y la electoral, cuyo planteamiento y precipitación son inaceptables, las demás reformas propuestas son aceptables con ligeros ajustes. Trabajo en los matices.
Vulnerar esas reformas en la sustancia, canjear unas por otras, transar con ellas, rebajarlas hasta borrarlas, apoyarlas de dientes para fuera, socavarlas porque no soy yo o mi partido quien las presenta, modificarlas nomás para sacarles raja, conducirá al país al callejón mil veces recorrido durante décadas: aquel donde la nación recarga en el gobierno la imposibilidad del cambio y éste ampara su fracaso, replicando a la sociedad haberlo maniatado. El callejón del insulto y el desencuentro. Un juego cómodo pero mezquino, útil sólo al propósito de solazarse en la mediocridad del conformismo.
Si se quiere hacer lo de siempre, demandar sin respaldar, exigir sin poner, ni sentido tiene tanto brinco. Mejor cancelar las reformas en su conjunto, bajar la cortina del desarrollo y dejar crecer la desigualdad hasta que estalle. Acelerar, en todo caso, la ruptura.
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Sexenio tras sexenio, desde hace sexenios el país cae en crisis cíclicas de índole política, económica o social.
En 1994, se combinaron esas tres crisis -la social, la política y la económica- hasta configurar una crisis de crisis, una calamidad que, aun hoy, no se remonta. Se avanza en un campo y se retrocede en otro, se pone el acento en un aspecto y se descuida otro bajo la ilusión de que es cosa de ajustar algunos tornillos y evadir la necesidad de reestructurar. Se han ensayado mil fórmulas: el gobierno dividido, la alternancia sin alternativa, la democracia tutelada, la creación de órganos autónomos... sin afrontar el problema de fondo.
La realidad -por no decir, la frustración- una y otra vez ha mandado la señal de que esos esfuerzos, por aislados e inconexos, no integrales, resultan insuficientes. Entonces, la nación ha jugado a la resignación y la desilusión: abrigar, en el siguiente gobierno o sexenio, la esperanza para dejarla sobrevivir unos cuantos días y, luego, reinsertarse en la lógica del desencanto, del reclamo sin respaldo y la frustración constante.
Más de una generación de mexicanos ha visto cambios y cambios, reformas limitadas y mediocres, para reconocerse tiempo después en el punto de partida.
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El desafío frente al cual se encuentra, hoy, la nación es enorme.
Durante décadas, hemos consumido muchos recursos naturales buscando tesoros, en vez de crear riqueza sobre la tierra. El azar y la inercia han gobernado, casi con rezos se emprenden exploraciones y explotaciones de recursos minerales, forestales, petroleros, naturales para después, a título de escándalo, advertir que no hay más y, peor aún, reconocer que la sobreexplotación irracional ha convertido vastas regiones del país en un yermo pavimentado o sin pavimentar, donde habitar es un peligro.
Bajo la divisa de la ganancia como sea y a como dé lugar, las pérdidas acumuladas son enormes. La naturaleza se agota, la corrupción asfixia y la desigualdad enerva, mientras, en aras del crecimiento, el desarrollo se posterga.
Puede sonar cursi, pero el espíritu de nación se ha degradado de tal forma que, de pronto, el país se compone de islas sin integrar un archipiélago. Cada quien ve por los suyos, pero no por los otros. Los otros deben arreglárselas como puedan y, en ese engaño, el Estado ha perdido la capacidad de conducir a la nación. El Estado ha perdido el monopolio de la violencia, del tributo e incluso el control del territorio. Hay militares y paramilitares, sicarios y guardaespaldas, policías oficiales y comunitarias. El tributo lo impone el órgano oficial y el crimen organizado, se paga el impuesto al valor agregado y el impuesto al disvalor agregado. Transitar en libertad y sin miedo por carreteras, plazas y avenidas es un albur. En más de un lugar se cobra peaje oficial y extraoficial.
Del vecino próximo o lejano, hemos hecho un sospechoso.
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A nadie gusta pagar impuestos, verse afectado en sus intereses o privilegios, verse limitado en sus caprichos o necesidades, pero si de revertebrar la nación y el Estado se trata, el sacrificio es obligado. Si pese a la evidencia con visos de desastre que se asoma, la idea es resistir las reformas, adelante. Hagamos del reclamo del desarrollo, la democracia y el Estado de derecho una queja... y nada más, pero asumamos el peligro de la ruptura.