En una de sus famosas historias, Sherlock Holmes resuelve el enigma por el perro que no ladró: la anormalidad que evidenció al criminal. Yo no soy especialista en asuntos de energía, pero en los últimos meses me he dedicado a leer y escuchar a expertos que saben de lo que hablan y de los que he aprendido los requisitos fundamentales que tienen que ser satisfechos para que una reforma energética tenga una oportunidad razonable de lograr el objetivo de atraer capital, desarrollar al sector y construir una plataforma adicional, poderosa, para el crecimiento de nuestra economía. Es decir, me he abocado a tratar de identificar al perro que no ladró. Lo que he encontrado no va a gustar a nuestros políticos.
Un experto del BID, absolutamente analítico (no le importan los criterios políticos o nacionalistas) y enfocado al subcontinente, evalúa los resultados de las estrategias plasmadas en ley que han adoptado distintas naciones para desarrollar sus recursos energéticos. Su trabajo estudia las reglas del juego que cada nación ha establecido y observa los resultados que arrojan dos décadas de desempeño de la industria, país por país. Resume su conclusión clasificando a las naciones latinoamericanas en dos grupos: las exitosas y las fracasadas. La medida del éxito o fracaso es simple: el crecimiento de la industria y su capacidad de contribuir al desarrollo de sus economías. En el primer grupo, el de los ganadores, se encuentran Perú y Colombia. En el de los perdedores están Venezuela, Ecuador, Argentina y México. Brasil era de los ganadores hasta hace un par de años pero se empeña en ser perdedor.
La gran pregunta es ¿cuál es la diferencia crítica? En una palabra, Ramón Espinosa, el experto del BID, afirma que la distinción reside en la naturaleza de las regulaciones y la fortaleza del regulador. Ahí donde las regulaciones están diseñadas para promover el desarrollo de la industria, ésta prospera; donde las regulaciones confunden o pretenden objetivos contradictorios el resultado es desastroso. Nada ilustra mejor la situación que el caso de Brasil: la primera oleada de reformas, en los noventa, se abocó a crear un verdadero mercado de energía donde el actor principal, Petrobras, era concebido como primus inter pares, un actor privilegiado pero no el factótum de la industria. La primera legislación no le confería privilegios ni prebendas a la petrolera gubernamental. Ese hecho hizo posible que diversos actores, nacionales y extranjeros, se interesaran en participar en la industria y pujar por contratos que el gobierno brasileño colocó en el mercado. Sin embargo, en los últimos años el gobierno modificó la legislación, incorporando una serie de criterios que chocan con la lógica anterior: ahora se exige que haya un determinado porcentaje de contenido local en las inversiones y los contratos deben hacerse en sociedad con Petrobras. El resultado ha sido que ninguno de los actores relevantes en el mundo -relevantes sobre todo porque cuentan con la tecnología y capital de que adolecen los brasileños (y nosotros)- ha estado interesado en participar. Esa es la razón por la cual Brasil ha dejado de estar en el grupo de naciones exitosas. Algo todavía peor ocurriría de exigirse que el sindicato de petroleros gozara del monopolio de los contratos colectivos de inversionistas potenciales.
Si el objetivo es atraer inversión y tecnología, la legislación tiene que responder a las características del mercado, es decir, tiene que ser competitiva respecto a otras naciones que también quieren desarrollar sus hidrocarburos. Pero nuestro enfoque, lo que en México llamamos debate, es exactamente opuesto: el punto de partida es que el resto del mundo está salivando por explotar los (potenciales) recursos petroleros y de gas y que lo único que el país tiene que hacer es poner un letrero de bienvenida. Es posible que esto hubiera funcionado hace una década cuando el mundo petrolero experimentaba un momento de pesimismo, el llamado "peak oil". La situación cambió dramáticamente con el descubrimiento de nuevos mantos petrolíferos y, sobre todo, con el desarrollo de nuevas tecnologías que llevaron a la revolución del gas y petróleo shale o exquisito.
El nuevo mundo de la energía, en el que nuestro principal cliente va a ser autosuficiente, entraña una lógica de competencia -un mercado de compradores- sin parangón en las últimas décadas. Puesto en palabras de uno de los ejecutivos más conocidos del mundo petrolero, "hoy hay un sinnúmero de proyectos en el mundo y lo que escasea es el capital". Es decir, los grandes actores en el planeta van a evaluar sus inversiones en función de dos factores: el potencial de rentabilidad y la certidumbre jurídica con que cuentan. La rentabilidad depende de factores tanto técnicos (costos y riesgo) como regulatorios. La certidumbre depende del régimen legal en que tendrían que operar. En las circunstancias actuales, ninguna empresa seria participaría en un proyecto que no le garantiza un rendimiento atractivo y la certidumbre de que no habrá interferencia política en el desarrollo de su inversión. Más importante, el cálculo que harán no se refiere a México sino al conjunto de oportunidades y opciones de inversión que tienen en su portafolio potencial. Es decir, cuando México publique un nuevo régimen en materia energética estará compitiendo con Vietnam, Cuba, Rusia, Indonesia y EU: o sea, con el resto del mundo. En todo esto, el referéndum que la izquierda ha propuesto entraña un enorme costo (y riesgo) adicional.
La implicación es obvia: o creamos un régimen realmente competitivo que atraiga a los jugadores relevantes e importantes en el mundo o mejor no perdamos el tiempo. Es obvio que los grandes jugadores pondrán muchas condiciones antes de que se legisle un nuevo régimen, independientemente de que, quizá, pudieran vivir con algo menos ambicioso, pero no hay manera de saberlo de antemano. La evaluación que harán los inversionistas que el gobierno pretende atraer será ex post facto, o sea, después del hecho. Si la legislación resulta ser insuficiente, el resultado será un desastre.
De mis aprendizajes puedo decir que, más allá de lo estrictamente técnico, la diferencia crucial yace en tres factores: a) la independencia (real) del regulador como autoridad superior; b) la inexistencia de requisitos absurdos como el de sociedad con Pemex, la obligada contratación del sindicato petrolero o el contenido nacional; y c) el desarrollo de un mercado de energía que permita que los actores en la industria actúen con criterios de mercado y no de embusteros. Lo que está de por medio es, en una palabra, TODO. Tal vez hasta el sexenio.
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