En casi todos los países, el acceso a los recursos petroleros y su explotación son temas esencialmente económicos. No en México: aquí el asunto pertenece a una teología secular. Para muchos mexicanos, abrir o no abrir el Sector Energético a la inversión privada es mucho más que una decisión práctica: es un dilema existencial, como si permitirla significara perder el alma de la nación.
En las próximas semanas, el Congreso mexicano se convertirá en una especie de concilio donde se discutirá la Reforma Energética presentada por el presidente Enrique Peña Nieto. Se trata de modificar los artículos 27 y 28 de la Constitución para permitir los contratos de utilidad compartida entre el gobierno mexicano y empresas privadas para la exploración y extracción de petróleo y gas a lo largo del territorio así como en las aguas profundas del Golfo de México. La Reforma propone también abrir a la competencia toda la industria: refinación, almacenamiento, transporte, distribución, petroquímica básica.
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