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Pozos y urnas

Sobreaviso

René Delgado

Con el mismo título pero invertido, hace tres semanas se advirtió el peligro supuesto en sacar a como diera lugar las reformas electoral y energética, atando una a la otra y legislando bajo la mesa y sobre las rodillas. No hubo -ni se esperaba, desde luego- reconsideración alguna. Ahora, se tiene por régimen electoral un adefesio jurídico de muy difícil aplicación y, en trámite legislativo, una reforma energética sin garantía, en la que el panismo tiene la manija de su aprobación.

La separación del perredismo, así sea temporal, del Pacto por México y la lamentable afección cardiaca de Andrés Manuel López Obrador desbalancearon al gobierno y al priismo, colocándolos ante una disyuntiva: ceder todavía más frente a la derecha panista o congelar la reforma energética hasta crear o encontrar condiciones favorables a su postura. Puede no parecerlo, pero el gobierno requería de la resistencia para regular a modo el alcance de la reforma y hacer valer ciertos equilibrios. Sin esa resistencia, el gobierno y el priismo quedan a merced del capricho panista o, bien, ante la necesidad de plantear un armisticio legislativo.

Lo más probable, sin embargo, es que el gobierno y su partido avancen con paso firme al fondo del callejón donde se encuentran y, en su momento, aparenten júbilo por haber sacado esas reformas. No podrán, sin embargo, echar a vuelo las campanas porque, para tañer, éstas requieren contar con badajo. La reforma electoral y, hasta ahora, la energética carecen de badajo, son mudos monumentos a la sonoridad.

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En aquel Sobreaviso se proponía trasladar la reforma electoral al próximo periodo ordinario de sesiones para tratarla por su propio mérito y, sin estar atada a la energética, darle un verdadero concepto y un mejor diseño. A la par, se proponía emprender una radical reforma administrativa en Pemex a instrumentar durante del año entrante y, sobre la base del saneamiento de la empresa, de ser el caso, replantear la reforma constitucional hasta después de la elección intermedia de 2015.

Por soberbia o algún motivo desconocido, el gobierno y el priismo se sostuvieron en la línea equivocada y, por lo visto, firme es la decisión de enterrar en un pozo el régimen electoral y depositar la riqueza petrolera en una urna. Pésima decisión la de condenar al trueque ambas reformas, dulcificándolas con uno que otro caramelo. Ninguna acierta en su propósito y, en menos de un año, el error repercutirá en la política y la economía.

La idea de sobreponer una pesada y desbalanceada carga sobre el régimen electoral sin recalcular la resistencia de sus pilotes vencerá su estructura. Y la idea de abrir a Pemex a la competencia sin rehabilitar y sanear su estructura predestina a la paraestatal al desmoronamiento. Si transformar se pretendía, requisito obligado era no repetir la rutina de canjear y reformar leyes sin considerar la realidad.

Caminar hacia la modernidad exige no peregrinar por la senda de las tradiciones.

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Es cierto, en toda democracia, basta la mayoría requerida para reformar las leyes.

Hay asuntos, sin embargo, donde el acuerdo y el consenso son fundamentales, claves, para que la ley adquiera verdadera fuerza e incida donde quiere. En México, la cuestión electoral, la petrolera y la reelección son de esos. Más todavía, cuando los canales institucionales de participación ciudadana están azolvados, cuando el valor de la autoridad y de la representatividad se encuentra en crisis, cuando la legalidad riñe con la legitimidad y, sobre todo, cuando, como ahora, los proyectos de reforma emanan de designios cupulares y se debaten de noche, sin ni siquiera divulgar pública y debidamente los dictámenes. Esos problemas no se resuelven tendiendo cercos de uno y otro lado.

Pese a la presunción, la democracia en México no acaba de consolidarse y, entonces, tocar legislativamente asuntos caros a la nación -caros por queridos y por costosos-, a partir de la integración de mayorías parlamentarias, animadas no por la coincidencia en las posturas sino por el trueque de ellas, se relaciona más con la transa que con la democracia y, por lo mismo, produce mazacotes jurídicos, no leyes vertebradas y articuladas.

Efectivamente, algunas de las otras reformas aprobadas por el Congreso pudieron derivar de la simple integración de esa mayoría, pero no la reforma electoral y la energética. Una cosa es disfrutar del reformismo, otra padecer de reformitis.

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Por su carácter constitucional, el trámite legislativo de ambas reformas probablemente concluya en el curso del primer trimestre del año entrante. Falta la sanción del número necesario de congresos estatales para validarlas.

De quedar listas por esas fechas, se pasará a la elaboración de las respectivas leyes reglamentarias. Es probable que los reglamentos de la reforma energética estén, desde ahora, listos y guardados en algún cajón. No, así, los reglamentos de la reforma electoral que, por el perfil trazado sobre ellos, desmadejan el código que los congregaba y los dispersan en un número impresionante de leyes. Hasta cumplir con esa otra fase, se pasará a la instrumentación de esas reformas y a la creación o el ajuste de muy diversos órganos e instancias involucrados.

Hasta ese punto, ambas reformas podrán marchar relativamente de forma paralela, pero los efectos que surtirán tendrán fecha distinta.

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Los efectos no calculados de la reforma electoral se sentirán a partir del último trimestre del año entrante, cuando arranque el proceso de la elección federal intermedia y de las estatales. Los supuestos efectos benéficos de la reforma energética tardarán más y, de llegar, se sentirán hasta después de esas elecciones.

El gobierno y el priismo cobrarán conciencia, entonces, del alto costo pagado por la reforma energética, dejándose llevar al baile electoral. Al fondo del callejón descubrirán que no era una avenida donde se metieron. Malo para el gobierno y su partido, peor para el país.

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