Barack Obama protestó ayer domingo el cargo de Presidente de los Estados Unidos nuevamente ante la cabeza de la Suprema Corte de Justicia de su país. De hecho, es la tercera ocasión en que lo hace. Hace cuatro años tuvo que repetir la ceremonia pública porque se equivocó al pronunciar la fórmula del juramento. Hoy dirigirá un mensaje a su país y al mundo desde las escaleras del Capitolio. No tiene ya como horizonte una futura elección sino su legado histórico. Alexis de Tocqueville, tan admirador como fue de la Constitución norteamericana, estaba convencido de que uno de sus errores más graves era admitir la reelección de sus presidentes. Pensaba que, si un presidente tenía como horizonte el voto futuro, cedería ante los chantajes de la popularidad y olvidaría sus responsabilidades esenciales. La audacia del líder sería sobornada por las cobardías del demagogo, la probidad de la alta política quedaría enterrada por los cálculos de la politiquería. Sólo liberado de la presión del voto, un presidente podría realmente ejercer liderazgo. Esa es en buena medida la pregunta que flota en al iniciar el segundo cuatrienio de Obama: ¿puede imaginarse una presidencia más asertiva, más firme, más audaz?
No es desdeñable lo que logró el presidente Obama en sus primeros cuatro años de gobierno, pero es muy poco frente a lo que se esperaba de su gestión. A pesar de haber logrado la reelección con relativa facilidad, el arranque de su segundo mandato está marcado por una polarización histórica. Unos los ven como un socialista que gasta y gasta el dinero ajeno; otros como el tímido reformista que se ha entregado a los conservadores. Unos indignados, los otros frustrados. Obama sigue siendo visto como un político distante e indeciso, un gobernante atrapado en la disfunción de un régimen al que no puede transformar. Hace unos meses, en plena campaña, el presidente de los Estados Unidos expresó involuntariamente su rabia ante el dominio de la obstrucción: he llegado a la conclusión de que no se puede cambiar Washington desde dentro, confesó. Tal vez ahí radica el primer aprendizaje de Obama. El fenómeno de su primera elección produjo tal vez un engaño en el presidente: creer que las maravillas de su retórica, los encantos de su personalidad, podrían ser palancas de gobierno como fueron las catapultas de su campaña electoral. No lo fueron y parece claro que el presidente se ha percatado, finalmente, de ello.
Su primer período estuvo marcado por la ingenuidad de la política pospartidista. Con terquedad, el presidente Obama apostó a una conducción que dejara atrás las tradicionales divisiones políticas: ir más allá de los partidos para encontrar las coincidencias nacionales. Después de cuatro años de intentos, la política norteamericana está más polarizada que nunca. La segunda presidencia de Obama anuncia una adaptación relevante. No es que haya desaparecido la vocación negociadora del presidente, pero parece haber una mayor firmeza. Cuenta, para empezar, con un equipo que ya es suyo y que responde a su proyecto. Si hace cuatro años incorporó a su equipo a miembros de la administración anterior y a su adversaria en la contienda demócrata, hoy se rodea de los suyos.
Desde que ganó la reelección ha mostrado una rudeza que no mostró en los cuatro años previos. En la negociación fiscal con los republicanos a finales de 2012, el presidente jugó como no lo había hecho antes y se mantuvo en su determinación de elevar los impuestos para las personas de mayores ingresos. Al final del día, un número suficiente de republicanos dieron su brazo a torcer. En las negociaciones que vienen, el presidente parece continuar el mismo sendero. En lugar de ofrecer un abanico de opciones para la negociación, marca una disyuntiva. Dispuesto a confrontar a los republicanos les advierte: pueden actuar responsablemente o conducir al país a un profundísima crisis económica. Escojan.
También es llamativo el ímpetu con el que ha abordado el tema de las armas, tras los crímenes de Newtown. El antiguo negociador se emplea ahora en las artes de la polarización. Utiliza el argumento racional con su frialdad de siempre, pero incorpora una cuerda emocional para agitar la indignación colectiva frente al lobby de las armas. Obama no se esconde en una comisión burocrática para desentenderse del resultado sino que asume directamente la responsabilidad. La determinación de regular la venta de armas cuenta con el respaldo de la mayoría de los ciudadanos, pero enfrenta el rechazo de las organizaciones políticas más eficaces de Washington. Precisamente por ello el arrojo cuenta como una determinación de pelea que puede hacer otra cosa del segundo mandato de Obama. ¿Habrá llegado el tiempo de la audacia?
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