Cada vez que los mexicanos, algunos mexicanos, se disponen para celebrar el ingreso de México al primer mundo, la realidad se aparece desde lo más profundo de la tierra para recordarnos que las reformas importantes son aquellas de las que ninguno de los que están en el poder, da igual de qué partido, tiene ganas ni interés de hacer: las de justicia.
En 1994, el mismo día que México entraba en la postmodernidad con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el zapatismo nos recordó que México tenía una deuda ancestral con los indígenas. Hoy, 20 años después, no se puede decir que la situación de los grupos étnicos del país sea mucho mejor, pero nadie puede negar que son mucho más visibles y que después del 94 los indígenas recobraron el orgullo de ser.
La tragedia de Ayotzinapa llega justo en le momento en que el presidente y su equipo comenzaban a vender el futuro que traerían las reformas, pero se les olvidó que más allá del periférico, que allende Cuautitlán, hay un país desigual, donde la mitad son pobres, la justicia les está negada y el futuro no es más que la eterna repetición de un pasado lleno de humillaciones: antes fue el hacendado, luego el cacique sindical o campesino, ahora el jefe de plaza del crimen organizado, pero abuelo, padre e hijo han visto sus derechos y su dignidad pisoteados año tras año, generación tras generación.
Decía uno de esos jóvenes, de esos a los que el poder llama "positodos" o somos nosotros los que nos oponemos al sistema, es el sistema el que está en contra nuestra. Y efectivamente, ser joven y pobre en este país es una condena, es garantía de abuso policial y de criminalización (nacen con el delito original, el de portación de cara, y para ese no hay bautizo que valga) pero sobre todo sin esperanza de futuro. En el país de Peña Nieto no hay lugar para los jóvenes de Ayotzinapa, los de de Atenco, los de Atequiza, los de Tiripetío, los de Oaxaca, los de Tepito en México, los de Santa Chila en Guadalajara, o los de La Piedrera de Torreón...
A los jóvenes de Ayotzinapa no los mató el narco, ése fue sólo el brazo ejecutor; a ellos los mató el sistema. Un sistema en el que los policías obedecen órdenes del crimen organizado, en el que el alcalde es la parte presentable, el rostro visible, de la mafia; en el que los gobernadores han renunciado a garantizar la seguridad y donde la justicia local o federal es es una cuestión de pesos a la que los pobres nunca tendrán acceso.
Ayotzinapa es una tragedia en sí misma, pero es también el recordatorio de que el futuro será para todos o no será.