Del pacto -esto es, del acuerdo y el concierto- el país transita al impacto, o al choque y al desconcierto que anula el esfuerzo por reponer el horizonte nacional y ahonda la distancia entre la ciudadanía y los partidos y el gobierno, al tiempo que irrita a los poderes fácticos.
Si la rebatinga fue la expresión de uno de los aspectos más perversos de la revolución, hoy de esa estampa hacen su bandera los partidos y el gobierno: la urgencia de apoderarse de aquello que más de uno codicia. Si con la creación o reforma de institutos, comisiones y consejos autónomos e independientes se pretendía poner a salvo de la voracidad y la mezquindad algunas políticas públicas, con la designación de los consejeros o los comisionados de esas instancias se está abriendo la puerta a aquello que se quería evitar. El que más pueda, que más posiciones ocupe parece la divisa gubernamental o partidista para tomar por asalto esos institutos y comisiones.
El problema de esa política que olvida el fin y se pierde en el medio es que repone el vicio de restarle credibilidad a esos órganos, incluso, antes de nacer, y expulsa a la ciudadanía de aquellos espacios -reductos, es más correcto- donde quisiera verse y sentirse representada para participar e incidir en las grandes decisiones nacionales.
La insólita imagen del presidente de la República y los dirigentes de los partidos políticos sentados a la mesa en el Alcázar del Castillo de Chapultepec a punto de suscribir un Pacto por México, se torna sepia y se desvanece en el recuerdo del anhelo frustrado.
Hoy, como ayer, el gobierno y los partidos sacan los dientes y afilan las uñas en ese absurdo ejercicio de echar a perder aquello que presuntamente construyeron para, en la pluralidad del pensamiento y la diversidad de intereses, preservar el acuerdo básico que exige la competencia política y económica. Aquello donde el desacuerdo no puede tener cabida.
Si, ahora, en la elaboración de los reglamentos de las reformas constitucionales, las intenciones resultan más brillosas que brillantes y se quiere, en una paradoja, neutralizar lo estampado en la Constitución a través del reglamento, el impacto de la contradicción no tardará en aparecer y terminará por reinsertar al país en el esquema, harto conocido, de la confrontación y el desánimo que empantanan el crecimiento y el desarrollo. La deplorable situación que, una y otra vez, ha hecho patinar al país, creando la ilusión de gran movimiento sin pizca de desplazamiento.
El sentimiento de engaño agrega esta vez un peligro: la economía no camina según lo esperado y la desesperación social, particularmente ante la inseguridad, la corrupción y la falta de empleo, avanza a ritmo de marcha. ¿A qué le tiran los partidos y el gobierno?
En el rejuego de reformar la Constitución estampando en letras de oro la aspiración y de elaborar los reglamentos estampando en letras de plomo la frustración, gobierno y partidos dejan ver que en su naturaleza está servir a los poderes fácticos que presumen repeler y dar la espalda a la ciudadanía que dicen representar.
Ese rejuego, donde tahúres y advenedizos de la política se regocijan haciendo gala de trucos y artimañas, no fortalecerá a su partido cualquiera que éste sea, pero sí hará tambalear el supuesto propósito de consolidar la democracia y el Estado de derecho en un momento delicado. Aquel momento donde, al provocar sueños en la ciudadanía y pesadillas en los poderes fácticos, la clase política se expone a perder el respaldo social y ganar el enfado de las élites empresariales y gremiales, colocándose al centro de una pinza, cuyas tenazas no domina, justo cuando la economía del país tropieza. Caldo de crisis cultiva con denuedo.
Tantas veces la clase política han repetido el numerito, que del rutilante espectáculo han hecho una aburrida rutina. Faltan aplausos, sobran rechiflas.
Grave que, a un mes de concluir el período ordinario de sesiones, se desconozcan las iniciativas de ley relacionadas con el petróleo y la electricidad, se retrasen y perviertan las de telecomunicaciones y se presenten como un juego de cartas incompatible las político-electorales, peor resulta que se tomen decisiones y emprendan acciones sin acordar el marco jurídico respectivo.
En ese vodevil político se escamotea a la ciudadanía el derecho a la información sobre aquello que terminará por debatirse y aprobarse con prisas y se emprenden acciones sin encuadre alguno en la ley. Se desprecia a la ciudadanía y, en medio del mazacote legislativo, se toman acciones dictadas por la codicia.
Más allá de la ética de quienes habiendo renunciado a ser cómplices en ese juego porque, a su decir, las reformas constitucionales adolecían de defectos o echaban a perder lo bien hecho y ahora se anotan en primera fila, en la integración de los órganos de gobiernos de institutos, comisiones y consejos se está vulnerando su razón de ser: la autonomía y la independencia.
En el ámbito electoral, los diputados integran -por no decir, arrebatan- el consejo de un instituto que todavía no existe y, al dictado de la política de cuotas, se pervierte desde su origen a ese órgano. En el campo de la transparencia, los senadores componen o transan en la ¡opacidad! el pleno de comisionados del reformado Instituto de Acceso a la Información. En el terreno de la evaluación, se oculta que pasado mañana concluye el período de los integrantes del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Nacional (Coneval) que, reformado, aumenta su número y rebaja su calidad. Y, en el espacio de las telecomunicaciones, a los comisionados del Instituto se les recortan en la ley las facultades que les garantiza la Constitución.
Menudo canje: autonomía a cambio de su legitimidad y credibilidad.
El gobierno ya perdió la iniciativa política y rebota entre intereses, contradicciones y presiones. Al grito de primero el "moche" y la cuota, los partidos reclaman su parte en el botín de los nuevos órganos. El país transita del pacto al impacto.