A la mitad de la escena, el actor olvida el parlamento. Durante toda la obra, dando vida al protagonista, ha conducido la acción. De manera correcta se ha movido por el escenario pronunciando las palabras del libreto. De pronto, ante las miradas del teatro y el resto de la compañía, se queda en silencio. Mudo e inmóvil como piedra. Toda la atención del momento se clava en él. Lo que en los primeros segundos parecía un gesto dramático es ahora una espera angustiosa. El tiempo parece detenerse. Nada se mueve. La palabra del protagonista es necesaria para continuar la representación y la voz no llega. Si no se mueve la obra no puede continuar. El peso de la atención termina por aplastar a un hombre que tiene la mente en blanco. La cara del actor se endurece, se agria. Había dedicado horas y horas a memorizar el libreto, conducía con gracia la acción y ahora tiene la cabeza en blanco. El actor se sumerge en su pesadilla y el tiempo sigue detenido. No sólo se borran en su cabeza las líneas del guión, el sentido mismo de la obra lo abandona. Si en ese momento alguien le preguntara cómo se llama su personaje, el actor quedaría igualmente en silencio. Congelado.
Tan petrificado como ese actor olvidadizo e insolvente, aparece el poder público en México. Un poder pasmado ante el desvanecimiento de su libreto. La política que hasta hace unas horas parecía galopar, queda en suspenso. El presidente, un hombre disciplinado que ha seguido con rigor el itinerario que él mismo trazó, se queda de pronto sin nada que decir y, sobre todo, sin respuesta ante la emergencia. El tiempo pasa y él no tiene palabra que corresponda con el momento. El presidente perdió el volante y, desde ese momento, no sabe dónde está. Está perdido porque no puede ubicarse intelectual y emocionalmente en el presente. Un presidente que no entiende y que no siente lo que le ha pasado a México. Ni una palabra sobre la naturaleza del desafío histórico que enfrentamos o alguna señal de cambio para encararlo; ni un solo gesto auténticamente compasivo y sensible. Quizá lo contrario: espalda a la realidad y ofensa a los dolientes. Tras el anuncio de la desesperanza, el presidente cierra su maleta y emprende viaje a la otra cara del mundo.
La tragedia anuló la trama del gobierno. Estalló la creencia de que el sexenio habría de dedicarse solamente a regar las reformas que ya se habían plantado en la letra de la ley. El golpe de la tragedia dio un golpe fatal a la arrogancia de creerse dueño de la política, conductor de la historia. Durante la primera fase de la administración, el presidente fue capaz de imponerse sobre las circunstancias con una idea clara de las reformas que quería y con una estrategia sensata para lograrlas. Ahora las circunstancias han impuesto su mando de la manera más brutal. La iniciativa ya no está en la presidencia ni en la mesa de las negociaciones cupulares. No lo está, pero podría haber una respuesta política al nivel de los acontecimientos. No la ha habido.
La tensión aumenta en la medida en que la palabra oficial no es capaz de articular respuesta ante las dimensiones de la catástrofe. El gobierno no ha entendido que enfrenta una crisis histórica extraordinaria. No ha fijado postura sobre el significado del drama humanitario que Iguala sintetiza. Nada ha hecho para confortar a los dolientes. Ninguna decisión ha tomado que muestre el inicio de una estrategia para atender la crisis. La única iniciativa con la que coqueteó por unos días fue reveladora: convocar a una ceremonia que reuniera a políticos y a los miembros de la sociedad civil que la clase gobernante está dispuesta a escuchar para firmar un papel. Digo que esa torpe iniciativa es reveladora porque reitera la idea de política que tiene este gobierno: la escenificación de eventos, no la solución de problemas. Ese fue el único reflejo del gobierno peñista: después de la tragedia de Iguala, un foro para escuchar discursos. Para Peña Nieto la política sigue siendo eso: un teatro. Y es por eso que su gobierno ha quedado congelado en el momento en que más activo, más ágil, más presente y sensible debió haber sido. Desde China Peña Nieto contemplará el caldero de la ira, de la frustración, del desconsuelo colectivo. Como nunca, el país necesitaba en esta hora un líder. Pero el actor se ha ido a brindar con dignatarios extranjeros para alimentar el descontento. Cualquier discurso que pronuncie allá atizará el fuego. La presidencia de Peña Nieto encontró su máximo desafío en Guerrero. Ahí quedó definida su verdadera dimensión histórica. El gran reformista resultó el presidente pasmado.
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