Escribo estas líneas a unos metros de la carretera interestatal 40, en Winston-Salem, Carolina del Norte, a donde llegué el sábado a realizar una residencia artística de varios meses de la que espero salir con una novela bajo el brazo. Para llegar a este sitio tuve que tomar dos aviones y un autobús, pues paradójicamente no hay aviones directos a este estado donde los hermanos Wright hicieron el primer vuelo autónomo en 1903. Para embarcarme en un periplo semejante había que tomar precauciones, de modo que resolví traerme una novela que en este 2014 cumple treinta años de haber obtenido el Premio de Narrativa Colima, y cuyo autor cumplirá en agosto siete décadas.
Me refiero, por supuesto, a Ciudades Desiertas, de José Agustín. Esta novela es un diálogo entre México y los Estados Unidos. Y es un diálogo que el autor comienza valiéndose de una anécdota muy sencilla y por ende, muy efectiva: "Susana paseaba por Insurgentes cuando encontró a Gustavo Sainz, quien le preguntó si quería ir a un programa de escritores en Estados Unidos. Susana ni lo pensó; dijo que sí al instante".
Con esta frase arranca la novela. Y es precisamente así, sin pensarlo, como arrancan las grandes historias. Susana, ensayista y poeta, está cansada de la vida que lleva con su esposo y por eso acepta de inmediato la invitación a escribir en un sitio lejano. (¿Se puede abandonar todo así nomás? ¿Sirve de algo? ¿Se puede estar casado y no amarrado a otro? Son preguntas que resuenan a lo largo de la novela). En las siguientes 235 páginas asistiremos a un recorrido por el vecino país del norte, que nos llevará, entre otras ciudades, a una pequeña población llamada Arcadia y de allí a Chicago, Denver, Kansas, Taos (el Tepoztlán de los gringos), Las Cruces y El Paso.
En los primeros dos capítulos, el autor se vale de la situación para presentar a sus personajes: un grupo de escritores de distintos países que vivirán prácticamente encerrados, tratando de arrancarle cuartillas al tedio del que escapan bebiendo. Bajo una prosa ligera y rica en anécdotas, José Agustín va desmenuzando las reflexiones que suelen asaltarnos a los mexicanos cuando nos alejamos del terruño. No pocas páginas son crónicas impecables que recrean la primera impresión de los extranjeros que arriban a la tierra de las oportunidades. Transcribo: "…caminar por largos corredores, llenos de máquinas por doquier, máquinas para comprar cigarros, dulces, chocolates, timbres postales, refrescos, periódicos, para cambiar billetes por moneda fraccionaria, para depositar o retirar dinero de las cuentas bancarias, para beber té o café o chocolate caliente o frío, para lustrar los zapatos…".
Cuando la mesa ha quedado tendida, la historia se transforma en una estupenda road novel, pues el autor nos relata las aventuras de Eligio en busca de Susana, su esposa, a quien le da por escaparse con un silencioso escritor polaco llamado Slawomir. Eligio, a su vez, conoce a Irene, una norteamericana poco convencional que poco a poco se va ganando su cuarto propio en el corazón de los lectores. El libro, así, fluye con el vértigo al que José Agustín nos tiene acostumbrados. Pero no se trata sólo de anécdotas trepidantes encabalgadas una tras otra. En las relaciones entre los personajes de esta novela aparecen cifradas la fascinación de los mexicanos ante el exterior, pero también el interés que despierta lo mexicano entre los extranjeros. Así, no pocos diálogos cobran la profundidad del ensayo en esta ficción que nos lleva a preguntarnos quiénes somos, y si somos los mismos cuando estamos solos que cuando estamos frente al otro, al vecino distinto.
Por lo pronto, ya les iré compartiendo pinceladas de esta ciudad en la que comienzo apenas a identificar los detalles, los rasgos que le dan identidad: el vino producido por los viñedos locales, cierta afición al teatro y a la pintura. La literatura regional también promete, como prometen muchas cosas en esta ciudad a la que me invitaron a venir para escribir y sin pensarlo, dije que sí al instante.
Twitter: @vicente_alfonso