El viaje del Papa Francisco a Tierra Santa pinta de cuerpo entero a ese hombre que, al contrario de muchos de sus compañeros de Iglesia, no se preparó toda su vida para ser Papa, sino que se preparó toda su vida para tratar de hacer una diferencia si es que llegaba a ser Papa.
Muy lejos está Francisco de los sermones de teología de Benedicto XVI o de las giras efectistas y ciertamente eficaces de Juan Pablo II. No es lo suyo ni la pompa y circunstancia del cargo, ni el discurso de la infalibilidad o el estilo inasible, inasequible, de sus antecesores.
Lo que sí comparte con ellos es el sentido de la importancia del puesto que ocupa, del peso específico que tiene el púlpito del líder espiritual de mil 200 millones de católicos alrededor del mundo. Pero al parecer ahí termina la similitud, pues Francisco se ve decidido a utilizarlo, y no sólo para bien del Vaticano o de la Iglesia.
Observemos los detalles de su viaje a Israel y Palestina y nos daremos cuenta de que no fue este un simple viaje pastoral, ni para cubrir el expediente de la Tierra Santa o de la reconciliación con la Iglesia Ortodoxa. No, el Papa decidió tratar de romper la inercia de un conflicto que tiene a israelíes, palestinos, árabes y a medio mundo atorados en ideas fijas y fórmulas que no funcionan mas que para preservar el statu quo.
Un statu quo construido sobre las cenizas de las guerras de 1967, en que Israel conquistó los territorios que hoy componen a Cisjordania y la Franja de Gaza, y la de 1973, que pese al ataque sorpresivo de los ejércitos árabes no cambió en nada la situación en el sempiterno campo de batalla del Medio Oriente. Un statu quo que ha sabido resistir a la mediación estadounidense y europea, o los intentos de líderes israelíes y palestinos que le habrán valido el Premio Nobel de la Paz a Yitzhak Rabin, Shimon Peres y Yasser Arafat en 1994 tras los supuestamente históricos acuerdos de Oslo, pero que no lograron romper la perversa dinámica de desconfianza, resentimiento y odio entre ambos pueblos y ambas naciones.
La visita, las imágenes, las palabras tienen un alto valor simbólico, y todo buen político está consciente de ello. Francisco rompió con las fórmulas establecidas, primero convocando a los dos presidentes, Shimon Peres (sí, el mismo del Premio Nobel de hace 20 años) y Mahmoud Abbas, a rezar con él por la paz en el Vaticano. Luego, refiriéndose sin ambigüedades a lo intolerable e inaceptable de la situación actual, al dolor de la guerra, de la separación de las familias, al sufrimiento de los refugiados y los desplazados, a la ausencia de la paz, y a la fórmula siempre invocada, pero nunca plenamente aceptada de dos Estados que puedan vivir pacíficamente el uno al lado del otro.
Los gestos y los detalles siempre presentes, desde la llegada en helicóptero a Belén en Cisjordania, la parada imprevista en la muralla ignominiosa que separa a Israel de los territorios ocupados, la reunión con los niños, su referencia expresa y explícita al Estado Palestino, todo enfocado a demostrar a quien pretenda seguir ignorándolo, que las cosas no pueden seguir más así.
No está aquí la solución a tan añejo conflicto, pero sí un recordatorio poderoso de que lo que presidentes y primeros ministros no han logrado, unos por falta de determinación, otros de capacidad, algunos más por cínica conveniencia, no es optativo.
Israel, sus vecinos árabes, los palestinos y las otras potencias de la región tienen que aceptar de una buena vez que no hay discurso ni dogma que pueda ocultar lo evidente. Es hora de que coexistan pacíficamente, con tolerancia, con apertura, con visión de futuro.
Israel jamás estará seguro, los palestinos jamás serán libres y prósperos, si no logran una paz digna y justa para todos.
Twitter: @gabrielguerrac
Internacionalista