La indefensa locura de un gran maestro
Infancia, juventud y adultez no son sólo etapas de la vida. Son también la apertura, el medio juego y el final de la existencia. Abandonar la partida es doblegar al rey que es uno mismo. Nabokov juega al ajedrez y sin contemplaciones encierra al lector en un jaque perpetuo.
Escena uno, interior, noche. Un hombre de treinta y pocos frente a la computadora. En el monitor, el documento abierto, unas cuantas palabras, ideas vagas, incompletas. Se aprecian los ojos enrojecidos por el desvelo, la frente arrugada del desconcierto, en suma, la expresión adusta y desesperada de un ser incapaz de escribir un texto sobre La Defensa, novela de Nabokov llevada al cine.
Repasa apuntes, comentarios, recordatorios al estilo de “no olvidar el humorismo (es lo que se estila)”, o “incluir alguno de los chistes del autor (como el del hombre que llega a un pueblo costero, se sube a un bote, pierde un anillo, veinte años después regresa a aquel pueblo, entra en un restaurante, pide un pescado y, al comerlo, se da cuenta de que dentro no hay ningún anillo)”.
En las notas también hay preguntas como: “¿Qué hacer con el ajedrez?”. Después de todo, la novela, y su película por tanto, tratan sobre un loco genial cuya existencia se reduce a defender al rey y doblegar al contrario, pero hay tanto por sufrir antes de alcanzar ese punto. Lo mejor será, presumiblemente, citar aquellas palabras del violinista que aparece en el capítulo III: “¡Qué juego, qué juego! [...] Las combinaciones son como melodías. ¿Sabe usted?, sencillamente puedo oír las jugadas”. El deporte-ciencia es tan bello, tan bello y terrible.
Alexander Luzhin juega día y noche, emprende aventuras fuertes y tranquilas mientras come, mientras se baña, y dormido también, “[...] chasquidos y murmullos solían afectarle intensamente; y el olor de la multitud, si es que él no se sumergía profundamente en los abismos del ajedrez”. El juego devora su tiempo y su mente con sus infinitas variaciones, “las piezas de ajedrez eran despiadadas, le retenían y absorbían. Había horror en todo aquello pero también era cierto que era la única armonía, porque ¿qué podía existir en el mundo fuera del ajedrez? Niebla, lo desconocido, el no ser”.
Sin embargo, el horror no ha sido capaz de despojar al ajedrecista de toda ternura, de cierto deseo, en su cuerpo aún viven sensaciones parecidas al calor, a la dulzura, y éstas constituyen el único flanco débil en su ensimismada postura contra el mundo. Por ese flanco entra en su tablero una mujer y ante Luzhin se abre una nueva partida, recuperado el rango de jugador de élite, llega a la lucha por el campeonato. El cuento de hadas estaría completo si el autor de la novela fuera otro.
DEFENSA CON GRIETAS
La cinta de Marleen Gorris (The Luzhin defence), estrenada en 2001, tiene, como toda adaptación, puntos buenos y malos. El principal aspecto a favor es la interpretación de John Turturro, que no se parece al Luzhin descrito por Nabokov, aunque tampoco le hace falta. Su exterior es un reflejo bastante eficiente de la fragilidad emocional del ajedrecista, aparece nervioso como una hoja estremecida por un viento constante, alto y débil como una torre de arena en horas de marea crecida, un genio sin mucha idea del mundo más allá del tablero y sus piezas. Conoce y se enamora de Natalie (Emily Watson), una mujer de aspecto sencillo y carácter fuerte, lo demás es cosa de ver la cinta o leer el libro y dejar hablar al gusto de cada quien.
Las diferencias entre la obra literaria y el filme son abundantes, para acortar esta línea basta con decir que coinciden en lo esencial y todo lo accesorio es distinto. Al final, y qué lástima, Marleen Gorris se decantó por el melodrama, aunque su película sigue siendo buena, como un libro de fácil digestión, aunque esa obra por escrito no sería La defensa de Nabokov, sino un sucedáneo edulcorado. Gorris apela a una simplificación, en muchos sentidos excesiva, para darle agilidad a su discurso.
La cinta falla, y resulta bastante comprensible que lo haga, a la hora de trasladar la relación entre el personaje principal y el ajedrez al mundo de las partidas humanas, con peones pensantes y alfiles maliciosos. Luzhin, quien juega con blancas, percibe en los giros de la vida movimientos de las negras, que merman sus posibilidades de triunfo y lo conducen irremediablemente a la derrota: “Con vaga admiración y vago horror observó cuan pasmosamente, con qué elegancia y flexibilidad, jugada tras jugada, se habían repetido las imágenes de su infancia [...], pero no lograba comprender por qué esa repetición le inspiraba tanto temor a su alma”.
EL AJEDREZ LITERARIO
Las piezas se mueven dentro de la habitación y afuera, en el campo de batalla, los ejércitos replican los movimientos hechos sobre el tablero, ése es el argumento de un brevísimo cuento; en las novelas, el comisario interroga al sospechoso, en realidad, piensa el agente policíaco, están jugando una partida, las palabras son torres y caballos, en la que los rivales aguardan, entre silencio y silencio, por el error del contrario. Cambie usted al comisario y al sospechoso por cualquier otro binomio y hará más grande ese lugar común.
Sin embargo, nada se parece ni llega siquiera a acercarse al volumen de Nabokov, a ese volumen narrativo que es tenue y grueso, sin distorsiones ni rugosidades; el ruso-norteamericano es un asunto serio, como los poemas de Miguel Hernández, o las sinfonías de Mozart. En el juego al que nos invita el autor de Lolita y Risa en la oscuridad, se apuesta algo más que nimiedades como la fortuna o el orgullo.
La apertura de Luzhin es segura, aunque sus tics nerviosos hagan pensar justo lo opuesto. El desarrollo es vigoroso y claro como un medio juego encendido por las intenciones de un espíritu que se sabe indefendible. El final, el jaque mate, según Nabokov, consiste en saltar a la noche antes de que otra cosa suceda, abandonar la partida doblegando al rey que es uno mismo.
LA CINTA Y LA ESCRITURA
Creo necesario tomarme una libertad (y espero que no se haga costumbre) y compartir el mejor elogio que he escuchado sobre la cinta de Marleen Gorris. Dicha alabanza fue simplemente un “me gustó mucho, quiero conseguirla”, dicho por una adolescente sin mucha idea de lo que quería en esta vida. Afortunadamente, hablar de la película exime de la responsabilidad de abordar el libro en profundidad.
La Defensa, obra publicada en 1930, tiene el tono de la conversación animada que hace del lector el impávido testigo de un encantador quebranto decidido a triunfar a costa de todo. Los temores retratados por Nabokov en la persona de Luzhin son pesadillas que vuelven, el pasado como una sala de tormentos, cuando no se van consolidando a la manera de la ternura incapaz de florecer, si a eso le agregamos la indefensa locura del gran maestro, la tragedia está servida: “Luzhin sabía que todo eso era una trampa, la combinación no se había desarrollado por completo y no tardaría en manifestarse una repetición nueva y siniestra”. El horror es una cosa más simple de lo que uno imagina. Las sombras más temibles son las que vociferan dentro de cada cerebro. La zona oscura del tablero de juego tiende a parecerse a un salto al vacío, al abandono.
Al terminar el libro queda la sensación, terrible por ingenua, de que las cosas debieron ser de otro modo, la partida bien pudo llevarse de otra manera. Nabokov, empero, no admite variaciones: “Luzhin repasaba las jugadas ya emprendidas contra él, [...] se confundía y se alarmaba ante la inconcebible e inevitable catástrofe que se iba acercando a él con despiadada precisión”.
La Defensa es un jaque perpetuo, la danza macabra de un rey al descubierto, y cuando el hombre de treinta y pocos, los ojos enrojecidos, la frente arrugada, llega a esa conclusión, deja de intentarlo, no escribe ya, no más.
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