Hay muchos aspectos interesantes, reveladores, problemáticos, en la forma que nuestra conversación pública ha procesado el caso de Rosa Verduzco y el cateo de su albergue, La Gran Familia, durante las últimas dos semanas. Me ocupo apenas de tres: el papel que asumió la televisión al dar a conocer la noticia; los términos en los que un grupo de notables decidió articular su indignación; y el argumento de que la historia, en el fondo, se trata de la ausencia del Estado.
La noche en que se informó del operativo en Zamora no hubo distancia entre lo que declararon las autoridades y lo que informaron los noticieros. El trabajo periodístico para producir la nota consistió, fundamentalmente, en asistir a una conferencia de prensa, reproducir lo que ahí se dijo e insertar algunas imágenes de fondo. No se contrastaron más fuentes, no se añadieron otras voces, no se aportó mayor contexto. La televisión asumió el papel de oficina de comunicación social de la PGR.
En la falsa transparencia de la pantalla la noticia quedó afirmada no como el reporte de una investigación en curso sino como el anuncio de una sentencia consumada: "la PGR rescató a más de 400 niños […] quienes estaban secuestrados para ser explotados y abusados en un supuesto albergue" (Televisa); "fue detenida la directora Rosa del Carmen Verduzco junto a otras 8 personas […] los 500 menores eran obligados a pedir dinero, dormían en el suelo entre plagas y eran víctimas de abuso sexual" (TVAzteca). La furia del juicio mediático atropelló las previsiones del proceso judicial.
Un grupo de notables condenó públicamente dicha cobertura, pero lo hizo apelando no tanto a la presunción de inocencia como a las buenas intenciones de Mamá Rosa: a su vocación de servicio, a la humildad en la que vivía, a la nobleza de su trabajo social. En ese registro, los posibles delitos (i.e., privación ilegal de la libertad, delito contra filiación, trata de personas en modalidad de mendacidad) quedaron reducidos a meras "irregularidades". Y las víctimas, a la invisibilidad.
Jean-Marie Le Clézio incluso escribió que "Rosa Verduzco es y seguirá siendo una de las pocas figuras en el valle de Zamora que se aproxima a lo que llamamos la santidad […] Su labor es un milagro". Así, por obra y gracia de la autoridad de un premio Nobel, las críticas y denuncias contra el albergue y su directora no eran, no podían ser, más que expresión de la enemistad y el egoísmo de las clases privilegiadas. Contra el denuesto, la apoteosis; contra el linchamiento, la beatificación.
Al pasar los días, multitud de comentaristas coincidieron en plantear el problema más allá de la persona de Rosa Verduzco, en poner en el centro de la discusión la falta no sólo de control y vigilancia con respecto a las condiciones en las que operaba La Gran Familia sino de normas y políticas públicas dedicadas al bienestar de la población infantil en situación vulnerable. El tema cambió de la villana o la santa Mamá Rosa, a la ausencia del Estado y sus consecuencias.
Ocurre, no obstante, que Rosa Verduzco y su albergue entablaron diversidad de vínculos personales e institucionales con muchas autoridades: con la SEP, con el Colegio de Bachilleres, con la Universidad de Guanajuato, con el DIF, con el IMSS, con Conaculta, con ayuntamientos, con gobiernos estatales, con secretarías de Estado, con la propia Presidencia de la República. El tema, pues, no es la ausencia del Estado -ojalá lo fuera-. El tema es, más bien, la anuencia del Estado mexicano realmente existente.
Luego del escándalo, de la indignación y el análisis, ¿qué será de los niños y jóvenes que vivían en La Gran Familia, de los verdaderos protagonistas una y otra vez anónimos e invisibles de esta historia? Lo más probable es que volvamos a olvidarlos tan pronto nos entretenga un nuevo ciclo noticioso…
Mamá Rosa: cuánta íntima tristeza reaccionaria.
@carlosbravoreg
Profesor asociado en el CIDE
