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Mediar, no alentar el choque

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Cuando dos fuerzas encontradas avanzan sin reparar en su dirección, el choque es inevitable y el resultado catastrófico. Si no se anulan entre sí, la más poderosa sale menos maltrecha, pero de ningún modo victoriosa. Cuando esas fuerzas las encarnan gobernados y gobernantes, las heridas siempre son profundas y de muy lenta cicatrización.

Por eso asombra el rumbo del reclamo social y la respuesta oficial. Es terrible decirlo pero, por un lado, el reclamo de presentar vivos a los normalistas desaparecidos o exigir la renuncia del presidente de la República ha perdido su sentido y, por otro lado, responder al malestar social por la impunidad y la corrupción con una evasiva, un número telefónico, tres iniciativas de ley, un operativo de seguridad y un fiscal es haber perdido el sentido de la calamidad en puerta.

Avanzar en esa ruta sólo depara un destino: debilitar hasta agotar al contrincante, despilfarrar la energía que, canalizada, podría darle horizonte al país o radicalizar las posturas hasta incurrir en la violencia que, supuestamente, se quiere conjurar.

Pasar de la violencia criminal a la violencia social y, de ahí, a la violencia política es tanto como adorar la barbarie y el fracaso.

***

En mala hora la descomposición de los partidos vino a estallar, familiares y solidarios de los normalistas desaparecidos, así como el gobierno, se quedaron sin puente para salvar el desencuentro que, desde hace años, vulnera el sentido de nación y reduce su proyecto a la ambición de un reducido grupo.

Con sello de ilegitimidad y corrupción, el gobierno de Carlos Salinas; de miedo y quiebra, el de Ernesto Zedillo; de frívolo y cínico, el de Vicente Fox; de fraudulento y violento, el de Felipe Calderón. ¿Qué otro timbre podría tener el de Enrique Peña Nieto?

Por más de un cuarto de siglo, partidos y gobiernos han cerrado los ojos ante la crisis de su representatividad, fascinados por la idea de ganar elecciones y gastar presupuestos sin constituir gobiernos ni impulsar un auténtico proyecto de nación. Cada uno aportó su grano sexenal y Enrique Peña Nieto, como los demás, creyó que el derrame del malestar le tocaría al sucesor. No fue así. Le tocó a él, gracias al torrente de sangre que Calderón vertió en el vaso.

A nadie escapa esa realidad que, a gritos, presagiaba lo de hoy. Por ello, urge la mediación comprometida de los liderazgos sociales y políticos con autoridad moral para desactivar la muy próxima catástrofe. No basta el activismo callejero y la protesta, como tampoco los planes de salón ni las faustas promesas para conjurarla y evitar el hundimiento del país a un nivel más bajo del punto donde se ahoga. Puede no parecerlo, pero se puede ir más abajo todavía.

Caer en la tentación de jugar de nuevo a la provocación, la insurrección casera, el incendio de las instituciones o a la sordera, la represión o el magnicidio para -en la degradación, el miedo y la violencia- esperar al próximo heredero de la ruina nacional es un sinsentido. Jugar a las vencidas en el campo nacional deja por único ganador a quien no juega, pero asecha.

Más de una vez se ha jugado a eso. Ahí están el cardenal Juan Jesús Posadas tendido en el pavimento, los asesinados durante el salinismo en Michoacán, los zapatistas en el mercado, Luis Donaldo Colosio en el terregal, José Francisco Ruiz Massieu en el carro, las víctimas colaterales en las fosas y la cíclica debacle económica que termina por rescatar banqueros y empresarios sin tirar un lazo a los pobres de siempre.

'Ya se ha jugado a eso y el resultado es conocido: el país se levanta sólo para resbalar de nuevo. ¿A qué se apuesta, ahora, si los dados y los atavismos son los mismos?

***

Si el reclamo social no se transforma en demanda programática y si la respuesta oficial insiste en negar la acusación directa sobre el mandatario y la acción gubernamental contra la impunidad y la corrupción, cualquier cosa puede pasar, pero ninguna buena. El país no resiste cuatro años más sin solución y con estancamiento, menos frente a ominosos signos económicos. Creer lo contrario es llamar a la ruptura.

El movimiento social desatado por la impunidad criminal, la pusilanimidad política y la corrupción que todo seca requiere replantear su estrategia. La tibia y evasiva respuesta gubernamental exige reconocer que es de todo punto de vista insatisfactoria ante la dimensión del problema. Si el movimiento y el gobierno niegan el fracaso de su actuación en esta primera etapa y la sostienen como única, peores días vendrán. Podrá haber un impasse, pero la confrontación resurgirá.

Superada la fecha del pasado primero de diciembre, esto es, cumplidos dos años el gobierno, insistir en la renuncia del jefe del Ejecutivo no llevaría a una elección extraordinaria y sí a una disputa en la élite política por ocupar la Presidencia interina, donde la gente sería el convidado de piedra. De ahí la urgencia de pasar del reclamo a la demanda.

Si, por superada esa fecha, el gobierno cree estar a salvo y que el fin de año marca el fin del problema, incurrirá en un error superior a los que ya ha cometido. En plena temporada electoral podría encontrarse con una sorpresa mayor a la de ahora. Podría verse aún más acorralado no sólo por el malestar social sino también por la ambición de los partidos de hacer suyo el reino del cascajo en los comicios. Recobraría fuerza el conflicto. La mezcla del malestar social con la competencia electoral -incompetencia en este caso- subrayaría las diferencias, no las coincidencias, y cualquier incidente podría derivar en un desbordamiento incontenible.

Si ambas partes no reconocen su fracaso y se reposicionan, el éxito de su causa podría no ser una quimera, sino una pesadilla.

***

Por eso, urge la mediación de quienes representan lo mejor del país y creen en la concordia. Los hay.

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