Es bien sabido que los resultados electorales no se obtienen -salvo muy contadas excepciones- el mismo día de los comicios. No me refiero solamente a las campañas ni a la selección de candidatos, que conforman los dos factores más visibles de la contienda por los puestos públicos, sino a las prácticas de los gobiernos, a las redes que se tejen con los actores principales de la escena pública, al manejo de los medios y al reparto estratégico de recursos, privilegios y prebendas. Los comicios son acaso la luz que ilumina, en un solo chispazo, largos procesos de preparación previa.
Por eso fueron poco sorprendentes los resultados del domingo en Nayarit, Coahuila y Puebla: ganaron quienes ya tenían el control político de los procesos previos y los emplearon para conservar los mandos. Siendo elecciones locales, además, la influencia de las redes personales y de las campañas "cara a cara" que algunos estrategas llaman de "infantería", suele ser mayor que el peso de la "aviación" orquestada a través de los medios de comunicación. Sabemos que la maquinaria electoral tradicional tiende a ser más eficaz en las elecciones donde los distritos en disputa son físicamente controlables, que en los procesos donde los debates y las disputas nacionales rebasan los territorios acotados.
Por otra parte, si algo ha distinguido a los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional desde su primera fundación ha sido esa mentalidad política pragmática -el término es de Juan Linz- que les ha permitido refrendar sus posiciones de poder una y otra vez, sin abandonar jamás la compulsa electoral. Pueden cargar sobre sus hombros el peso de la mala fama familiar, como sucede en el caso del gobernador Moreira, cuyo hermano dejó una larga estela de sospechas, o emplear métodos abiertamente hostiles para arrinconar a sus oposiciones, como ocurrió en Nayarit, que de todos modos el trabajo de la "infantería" electoral les sigue ofreciendo resultados avasalladores.
Quienes pensaron que el problema estaba en los órganos electorales de las entidades y creyeron que quitando el predominio de los gobernadores sobre ellos se producirían elecciones diferentes, tendrían que volver sobre sus pasos para entender que, en el mejor de los casos, esas estructuras no explican más que una parte de los resultados. La pieza principal no está en ese lugar, sino en el uso discrecional de los recursos públicos: en los procesos cotidianos de construcción de alianzas y de redes de complicidad que se van desdoblando poco a poco desde las oficinas gubernamentales, tejiendo uno a uno los votos que se depositarán, finalmente, el día de los comicios.
El machetazo al caballo de espadas ocurrió acaso en San Blas, Nayarit, donde el inefable Ramírez Villanueva, Layín, ha utilizado esos mismos medios para regresar a la alcaldía como candidato independiente, tras haber confesado que "robó, pero poquito". Una gran metáfora de los procesos a los que me refiero, refrendada por los electores que -como la gran mayoría de los mexicanos- están persuadidos de que hasta los partidos de futbol se ganan con penales falsos.
Los procesos electorales de las entidades no escaparán de esa dinámica mientras no se entienda que el problema no está en el recuento de los votos, sino en el control democrático de las haciendas públicas; está en la discrecionalidad con la que se obtienen y se asignan los dineros y se emplean las atribuciones otorgadas a los funcionarios de los municipios y de los gobiernos estatales. Mientras robar poquito repartiendo mucho siga siendo la clave principal para ganar las elecciones de los municipios y los distritos estatales, las cosas no se moverán un ápice. Aunque el Instituto Nacional Electoral acabe controlando todo, la pieza que le falta al rompecabezas democrático no está en el recuento de los votos, sino en la ausencia de políticas de rendición de cuentas. Está en impedir que quienes roben, aunque sea poquito, vuelvan a ganar.
Investigador del CIDE