Es impresionante cómo truenan huesos y crujen instituciones. Sin embargo, también impresiona la insistencia de la élite política en aplicar la misma fórmula que condujo al país donde se encuentra.
Pese a la gravedad de cuanto dice Iguala, la clase política recurre de nuevo al arreglo cupular y bajo cuerda; a los primeros auxilios aplicados con espectacularidad pero sin resultado; a la negación de la cirugía de fondo y la terapia que exige la circunstancia; y al imprescindible control de daños a sus intereses particulares... no a los de la gente.
La cara de congoja de los políticos frente a los muertos y los desaparecidos no conmueve, mucho menos alivia el dolor. Enerva.
Iguala es la suma y la combinación de viejos y nuevos problemas, refleja lo que puede ocurrir hoy, mañana o pasado mañana en muchos otros lugares del país. Lo sabían y lo saben el gobierno y los partidos.
Iguala duele porque resume lo que de tiempo se venía advirtiendo y, ante lo cual, los gobiernos y los partidos ni se inmutan. La pérdida de la frontera entre crimen y política. La hondura de la pobreza y la profunda desigualdad social. La corrupción que pervierte no importa qué proyecto. El grado de violencia que alcanza el nivel de la barbarie. El error de privilegiar la persecución del crimen y no la prevención de éste. El desplazamiento del Estado de derecho por el Estado fallido con estación terminal en el Estado de excepción. La falta de alternativas para la juventud y el afán de paliar el problema, ignorándolo. El uso de recursos y programas públicos con fines partidistas. En suma: la impunidad criminal y la pusilanimidad política.
La paradoja de Aguirre Rivero es la calamidad de la nación. Llegó por primera vez al gobierno de Guerrero a causa de una matanza (Aguas Blancas, 1995) y está por salir de su segundo gobierno a causa de otra (Iguala, 2014). Casi veinte años median entre una y otra y, aunque se prometa lo contrario, faltan. Vendrán otras matanzas ahí o en otro lugar de la República.
En la ruleta rusa que desde hace años la clase política juega con el crimen, colocando en medio a la ciudadanía, lo ocurrido a Ángel Aguirre le puede suceder a otro gobernador, llámese Eruviel Ávila, Salvador Jara, Gabino Cué, Graco Ramírez o Egidio Torre... Es una pena, pero en los estados que encabezan la situación no es muy distinta y, por lo mismo, son candidatos a verse en la circunstancia de su colega.
Parte del problema es la miopía con que se miraba la crisis. El Ejecutivo, el Legislativo y los partidos políticos quieren desaparecer algo inexistente: los poderes institucionales.
Hoy, como se decía hace ocho días, en algunos lugares el crimen gobierna mientras la política medra. Jugar a desaparecer lo inexistente es un engaño. No se quiere con esto defender ni por asomo la permanencia de Aguirre Rivero en el gobierno de Guerrero. Nada de eso. Fiestas aparte, él sabe que es mejor despedirse que ser despedido. Jugar a desaparecer un gobernador para poner otro, tomado de la mano de un comisionado, es un engaño. Si no es así, entonces, tras la desaparición de los poderes en Guerrero, lo consecuente es declarar ahí el Estado de excepción, restringir derechos y libertades para dar solución al problema y, desde luego -aquí donde su fracaso duele a los partidos-, cancelar la elección del año entrante.
Quitar gobernadores o nombrar comisionados sin dar el paso siguiente es un engaño. Es insistir en la idea del aquí, no pasada nada hasta que ocurre. Evidencia del engaño, la reunión de los dirigentes de las tres principales fuerzas de la noche del jueves. Se encontraron no para fijar postura frente a la muerte y la desaparición de personas, no para declarar tres días de luto nacional por los muertos de las fosas, no para impulsar un Pacto contra el Crimen y la Violencia y a favor de la Civilidad y la Paz... No, nada de eso. Se reunieron -dice el boletín- para "intercambiar puntos de vista y opiniones sobre el proceso electoral en curso", "cuidar el perfil de los candidatos y salvaguardar las campañas". La elección es lo que les preocupa, el reparto del poder sin importar la circunstancia.
El interés de las dirigencias partidistas no está en las fosas, sino en las urnas. El interés no son los ciudadanos, sino los electores. Qué visión de Estado la de Carlos Navarrete, Ricardo Anaya y César Camacho: los muertos a las fosas, los votos a las urnas.
¿Por qué las elecciones, en un absurdo, arrojan por resultado la incertidumbre, la inestabilidad política, la inconformidad social y, luego, el fracaso de los proyectos económicos?
En la sencillez de la respuesta, su complejidad. Porque el desarrollo de la democracia y la economía exige ciertas condiciones fundamentales: seguridad pública, estabilidad política, certeza jurídica y paz social, entre otras. Condiciones de las cuales el gobierno y los partidos se desentienden porque lo suyo es ganar elecciones, posiciones y presupuestos, ni siquiera gobernar e impulsar proyectos. Por eso, de las condiciones necesarias sólo privilegian el proceso electoral.
La paz social y el orden público los han convertido en un asunto de bocas de fuego y de calibre, donde al final ni certeza tienen en manos de quién quedaron las armas y a quién apuntan. El gobierno y los partidos practican la simulación. Creen que, aunque no haya condiciones para consolidar la democracia, asegurar la economía y abatir la desigualdad social, basta con salvar las elecciones para que nadie se dé cuenta de lo que ocurre.
Por eso, hablar de Estado de excepción les escuece. Exhibe su fracaso y les tira el negocio electoral.
Sin trabajar en la creación de las condiciones necesarias para el desarrollo político, económico y social, así haya elecciones, el gobierno y los partidos podrán reformar una y otra vez las leyes, entusiasmarse con el espejismo y la ilusión de avanzar. Sin embargo, tarde que temprano, se asomarán otra vez a las fosas que confunden con las urnas.