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Cicatera

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Adela Celorio

Mejor es morir como pobre que vivir como miserable

Periandro

Cansada de tanto invierno, friolenta en este febrero loco que no acaba de acabar, me arrojo al alucinante tránsito de la ciudad para llegar al viejo mercado de San Ángel y acarrear desde ahí un poco de primavera a mi casa que es también la casa de usted -siempre y cuando me ayude a limpiarla. Ahí entre el arroyo y la acera, en cubetas de plástico florecen las coloridas gerberas, la nube, el clavo, las astromelias, las azaleas, que entretejidas por las manos artesanas de mi marchanta que sin techo ni espacio alguno, entre el humo de los autos y el incesante paso del gentío, se hace un lugarcito para ofrecer sus ramilletes de flores, milagro de nuestro invierno.

“¿A cómo la docena de gerberas marchanta? ¿Cómo que a cuarenta y cinco la docena? Déjemelas a cuarenta”, regateo. “Cuarenta y cinco repite la terca, y yo, que las compraré de todos modos, insisto en cicatear hasta que escucho la vocecita de la chiquilla que acompaña a la marchanta y que inoportuna como toda niña de ocho años pregunta: “¿Cuándo vamos a comer mamá, tengo hambre.” “¡Espérate!, de dónde quieres que agarre si todavía no he vendido nada”, responde la madre. “Está bien, hágame un ramo con tres docenas de gerberas rojas y mientras los arregla voy a comprar alguna fruta, le digo a la marchanta y después de pagarle me hago bolita y ruedo hacia el interior del mercado.

“¡Cuentachiles!, ¡miserable de mierda!, ¿por qué no regateas en el Palacio de Hierro, a ver?, ¿por qué no le pides a la cajera del supermercado que te haga una rebajita…”, me recrimino. Acostumbrada a empujar el carrito por los ordenados pasillos del súper, camino a la deriva entre los caóticos puestos de un mercado que la perversidad del tiempo ha sometido a un lento pero imparable proceso de extinción. Al pasar por la jarciería -palabra tan anacrónica como mi regateo- me detengo a curiosear entre las bolsas de tequesquite -¿alguien lo comprará?- los estropajos, los metates, los molcajetes y los anafres.

Las canastas que hace ya tanto tiempo fueron sustituidas por las bolsas de plástico y ahora sin oficio ni beneficio se aburren arracimadas en un rincón, me traen a la memoria la imagen de mamá con su gran canasta y sin rebozo de bolitas, regateando a las marchantas el precio de los jitomates, de los limones, de los pollos que, vivos todavía, sopesaba ella con su mano: “a ver, deme otro porque este está muy flaco”. ¡Ahí está!, ahí fue donde aprendí a 'centavear', de ahí viene mi economía cebollera. Lo bueno de tener madre es que siempre hay a quién echarle la culpa.

Aligerada la culpa, sigo caminando entre las pailas hirvientes de chicharrón, las vísceras de cerdo expuestas y algo mosqueadas, las cabezas de los pollos con pico y plumas, colgando sobre ramas marchitas de perejil, el pescadero con su delantal machado de sangre añeja...

De pronto se me atraviesa un tenderete de barbacoa. No tengo hambre pero ante la barbacoa pierdo toda compostura y sin dudarlo ni un momento, me detengo y pido un taco. El taquero malhumorado arroja un montón de maciza sobre dos tortillas encimadas y me lo ofrece en un plato de plástico con evidentes quemaduras de cigarro. La vista no es agradable pero con una buena salsa yo puedo comer hasta kleenex, así que separo las tortillas y en lugar de uno, armo dos tacos que bien salseados quedan presentables. Comienzo a comer con una especie de mala consciencia: la hijita de la marchanta tiene hambre y la mujer no ha ha vendido nada… Mi barbacoa está fría y sebosa, las tortillas son de antier y ni siquiera la salsa vale la pena. Con desgana me termino el primer taco y ya no quiero comer el segundo pero ahí está de nuevo la voz de mamá: “no puedes dejar nada en el plato porque hay muchos niños pobres que no tienen nada que comer”, y pues ni modo, aunque no tenga hambre me engullo también el segundo taco.

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