De los historiadores, la tarea de explicar estos días donde, hundida en la confusión, la clase política da rienda suelta a pequeñas y grandes ambiciones, creyendo que el ejercicio de su capricho, mezquindad, accidente o abuso grupal o personal no afecta al conjunto ni se suma a la cadena de errores que arrastra a la República a una crisis superior a la vista.
La élite piensa que la actuación de sus integrantes tiene un carácter aislado o independiente y que, en tal virtud, no integra un paisaje generalizado. Lo cierto es que, pese a la creencia, su actuación configura el desconcierto que acrecienta y enfurece el malestar social.
La ciudadanía no encuentra en qué partido, autoridad, juez, representante o gobierno, referente o liderazgo, puede abrigar la esperanza de fijar un horizonte distinto al de la calamidad.
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No asombra que, pese al manifiesto repudio social, expresado de mil y un maneras, Arturo Escobar se aferre al escritorio de la Subsecretaría de Prevención del Delito y Participación Ciudadana. Su trayectoria justifica la conducta, está marcada por hacerse de lo que quiera a como dé lugar. Sí asombra, en cambio, que el presidente Enrique Peña Nieto lo ampare y sostenga, cuando su propia circunstancia recomienda abrir los oídos.
No acaba de entenderse qué obliga al mandatario a pagar el elevado costo de proteger a un político brutalmente desacreditado y que, cuanto más se mueve, más se hunde. Mantenerlo, sobre todo, en una posición cara a los organismos no gubernamentales, que ven en la prevención la posibilidad de frenar la persecución del delito que provoca ríos de sangre.
El punto donde se advierte que ese nombramiento -en combinación con el envío de Lía Limón, ahora con credencial Verde, a la Cámara de Diputados- colapsa a la política en Gobernación es en el sacrificio sin sentido de Roberto Campa. No sin tropiezos, ese funcionario venía construyendo el plan de prevención del delito, el equipo comprometido en la materia, los puentes necesarios con la sociedad y, de súbito, lo deja para encarar el enjuiciamiento continental del país por la constante violación de los derechos humanos.
El mensaje que, sin querer, se envía es increíble, importan más los compromisos y caprichos político-electorales que estructurar, en serio, una política de prevención del delito. Escobar cobra la factura de los servicios electorales, Limón satisface su capricho, en tanto que Campa afronta de repente asuntos distintos a los que venía tratando de entender y atender.
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En aparente desconexión con aquel suceso, la pretensión de Édgar Elías Azar y de Yasmín Esquivel de repetir al frente del Tribunal Superior de Justicia y del Tribunal de lo Contencioso Administrativo del Distrito Federal rompe un principio fundamental. El postulado maderista de "sufragio efectivo, no reelección" transmuta en el de "sufragio en efectivo, sí reelección".
Justo ahí, donde el respeto y el apego al derecho deben brillar, se establece que la ley puede ajustarse a modo para garantizar no el derecho, sino el privilegio de quienes no quieren dejar el puesto sin importar qué tan bien o qué tan mal se desempeñaron en él. Se quiebra la estructura y se dobla a quienes haya que doblar, en aras de resolver la coyuntura. Qué importa el porvenir si lo de hoy es prolongar el presente.
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A tono con la tendencia de confundir institucionalidad y credibilidad con cuotas y cuates, ajuste de leyes a la talla del amigo o la amiga o al tamaño de los edificios, impresiona el momento en que diversas secretarías de Estado así como el Instituto Nacional Electoral resuelven alquilar, comprar o construir nuevos inmuebles.
El solemne anuncio de la elaboración de un presupuesto base cero se convierte en la política de ponle el número de ceros que quieras a tu capricho. Y, luego, en el colmo del cinismo, el despilfarro de dinero sin respaldo en las finanzas públicas se disfraza de ahorro. Gastamos más porque estamos ahorrando a futuro.
Si la fortaleza de las instituciones deriva del número de ladrillos y de pisos de los edificios que ocupan, en vez de autorizar al Instituto Nacional Electoral construir dos torres, debe edificar cuatro semejantes a la Torre Mayor. Crecerá en grande su credibilidad. Y, en esa lógica, en vez de vacilar con la idea de vender el gran avión presidencial recién adquirido, conviene comprar otro, muy alto volaría la clase política. Además, quizá por llevar dos, se conseguiría un descuento. Qué más da, si no alcanza, con suspender consultas, medicinas y cirugías, dejar de combatir la desnutrición y de reconstruir escuelas se resuelve el problema. Cosa de reformular la medición de la pobreza. En un tris se arregla.
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En la idea de por qué resolver problemas que impactarán mañana si éstos se pueden agravar hoy, ya nada sorprende.
El perredismo en la capital de la República está feliz. Lo que perdió en las urnas ante el Movimiento de Regeneración Nacional no lo recuperó en el reparto de comisiones en la Asamblea Legislativa, pero eso sí no se lo dejó a aquel adversario. El asambleísta Leonel Luna no ésta muy seguro del tino de su estrategia pero, como quiera, se fregó al lopezobradorismo y, hombre, qué mayor satisfacción que ésa. La cosa es que, en ese loco afán de venganza, desconfiguró la correlación de fuerzas y representación en la Asamblea que, a la postre, acrecentará el problema político en la ciudad.
En el revanchismo, el perredismo le regaló al priismo y al panismo una presencia superior en la Asamblea a la que acreditaron en las urnas, creando un insostenible frente anti-lopezobradorista. Directo a una crisis va la Asamblea, pero ya se verá qué hacer cuando ésta arrecie.
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Y ni qué decir del panismo de nuevo rostro, decidido a institucionalizar el mercado del trueque como la expresión de la política de altura. Qué importa la victoria cultural si se ganan puestos. Pero, sobre todo, asombra cómo el conjunto de la clase política desmonta, ladrillo a ladrillo, la poca credibilidad que le queda y derruye los cimientos vencidos de la institucionalidad...