En la segunda década del siglo XXI un pujante presidente mexicano y su esposa cometieron un grave error. El costo para ellos y sobre todo para el país fue muy alto. Ese es el lado triste de la historia.
Triste porque en menos de dos años y con una docena de reformas atrás, esa gestión había enfrentado el dogma estatista del aprovechamiento de la energía, había sacudido -no sin graves problemas- el anquilosado y corrupto aparato educativo, había modernizado el sector de las telecomunicaciones, había fortalecido los órganos reguladores y varias reformas más que traerían claros beneficios en el mediano y largo plazo. El mundo aplaudía asombrado por la profundidad y rapidez de los cambios. Hasta sus opositores reconocían el ímpetu de la gestión. Pero llegó el error de la "Casa Blanca", la adquisición de un valioso inmueble que exhibió extrañas vinculaciones crediticias con una empresa que, por diferentes motivos, resultó muy favorecida en su gestión como gobernador. Uno de sus alfiles también se vio involucrado ante la opinión pública. Todo cambió, el mandatario pasó de la cima a la sima.
La seca pradera se incendió. Se le cuestionaron otras propiedades. La historia se complicó porque el hábil reformador tuvo varias inexplicables respuestas fallidas. Permitir que su esposa intentara aclarar la legitimidad de sus recursos los vinculó con un poderoso consorcio televisivo. Las conjeturas sobre una alianza durante la campaña presidencial se multiplicaron. La opinión pública se enardeció contra el presidente. A ello se agregaron dos terribles actos violentos, uno de ellos señalaba al ejército como responsable de la muerte de 22 civiles. En el otro, 43 estudiantes fueron asesinados en situaciones muy turbias. En esas estaba la gestión cuando se cometió otro error irreparable, designar -de acuerdo a la estructura institucional existente- como encargado de la investigación a un abogado, sin duda capaz, pero cercano al grupo presidencial. La imagen de complicidad troqueló el episodio. Construyeron su propio Catch 22, cerraron las salidas racionales. De no haber nada que ocultar, para qué designar a un "cómplice".
Alrededor de un año después de la aparición del escándalo se dio a conocer la verdad jurídica, la única que debe prevalecer en un estado de derecho. Nada que perseguir, ni actos ilícitos ni conflictos de interés. Pero la verdad jurídica resultaba sospechosa. La sed de condena merodeaba pues además la economía cruzaba por una terrible tormenta. Las dos cuerdas -la jurídica y la emocional- se trenzaron en un nudo. El hartazgo era resultado de décadas de corruptelas. La sociedad iba por delante de las normas. El mismo día de la exoneración, el presidente pedía públicamente una disculpa por el daño que el escándalo había traído en la confianza institucional. También admitió que los sucesos habían indignado a muchos ciudadanos.
Esa palabra, indignación, tocó una fibra muy sensible: una brutal distancia de los gobernantes hacía el sentir popular, cierto desdén o descuido de las formas. El hartazgo era resultado de la acumulación y de la sospecha de que las ancestrales corruptelas vivían nuevos días de fiesta. Si jurídicamente no había que imputar, la disculpa pública respondía entonces a otra necesidad: reconocer el error. Pudo haber optado por el silencio, por la displicencia descargando en su colaborador toda la responsabilidad. No fue así. La lección de insensibilidad caló. Pero ambos servidores no pudieron aceptar que las leyes aplicadas estaban muy atrás de la exigencia social. Que el artículo octavo de la Ley de Responsabilidades Administrativas daba margen a una laxitud indigerible. De nuevo Catch 22: somos inocentes porque las normas son imperfectas. Imposible.
Hasta aquí el triste capítulo de las personas involucradas en el escándalo. Pero hay otra historia real. Durante ese mismo año del escándalo el país discutió intensamente sobre la corrupción y sus perversos efectos. Una epidemia de casos recorría el continente, de Chile, Argentina, Brasil a Guatemala y México. Fue un buen momento. En ese año los legisladores aprobaron dos importantísimas reformas, la Ley Anticorrupción y un Sistema Nacional que incorporaba la necesaria independencia del investigador, origen de la trampa. En ese mismo período la expresión "conflicto de interés" se popularizó. El tema se volvió central en las elecciones intermedias. Un gobierno arrinconado por el escándalo involuntariamente se vio comprometido con cambios de fondo y aun les faltaba mucho por legislar, ¿un nuevo artículo octavo?
Nadie sabe para quién trabaja. La "Casa Blanca" le hizo al país un gran servicio. Se convirtió en un referente de lo indeseable, un monumento imaginario que nos ayuda a recordar el hartazgo, que dice no al olvido.