He aquí la frase que define lo que ocurrió en la Suprema Corte de Justicia hace unos días, en la votación para elegir a su nuevo presidente. Como lo dijo la politóloga Blanca Heredia, "ganó el papeleo". Ganó el statu quo. Ganó la burocracia judicial. Ganó el formalismo. Después de 32 rondas de votación ganó Luis María Aguilar por un voto a Arturo Zaldívar. El candidato de carrera sobre el candidato que no lo era. El candidato interno sobre el candidato externo. El candidato que no iba a mecer el bote sobre el candidato que se ha dedicado a hacerlo. Y así, el pasado se impuso sobre el futuro, cancelando la posibilidad de escribirlo con un papel distinto -más audaz, más expansivo, más garantista- para una Corte que se empeña en ser chiquita. Tímida. Irrelevante.
Una Corte que enfrenta retos que con demasiada frecuencia elude. El reto de contribuir a la construcción de una democracia sustantiva, vía la protección de los derechos fundamentales. El reto de asegurar que la reforma penal -el cambio jurídico más importante en los últimos 70 años- se instrumente adecuadamente. El reto de ejercer la facultad de atracción para que temas definitorios para la vida democrática sean examinados por el Tribunal Supremo. Tomar los derechos ciudadanos en serio. Y dejar atrás demasiadas décadas en las cuales la Corte legitimó al sistema político. Apoyó al priismo. Siguió las órdenes del Presidente. No actuó como un contrapeso real, protegiendo la división de poderes. Dio validez a confesiones realizadas ante policías o agente del Ministerio Público, sin presencia del abogado del acusado. Convirtió a la Constitución en un trapo que servía para limpiar las trampas del poder.
Por ello, en asuntos cruciales la mayoría de la Corte votó de una manera que apena. Declarando que en el secuestro de Lydia Cacho quizás hubo violación a sus garantías individuales pero fueron "menores", "no graves", "no meritorias" de la atención de la Corte. Permitiendo la operación de Estado que salvó a Juan Molinar en el caso de la Guardería ABC. Convirtiéndose en un tribunal más abocado a proteger intereses empresariales que a promover derechos fundamentales. Erigiéndose en un instrumento del poder y no en una institución para controlar su ejercicio. Una Suprema Corte sin doctrina constitucional que le ayude a interpretar de manera coherente a la Constitución. Sin jurisprudencia que le permita proteger los derechos humanos. Sin principios o sentencias o criterios generales que le permitan darle vida democrática a la Carta Magna o ponerla al servicio de los gobernados. Una Corte que ha pecado de obediente, sumisa, con poca experiencia en temas de derecho internacional o derecho comparado. Una Corte cortesana.
Que ha elegido a un nuevo presidente -Luis María Aguilar- con esas características. Alguien a quien no se le conoce un solo proyecto que haya empujado los límites de lo posible. Alguien de quien jamás se ha escuchado una postura que busque ampliar el acceso de los ciudadanos a los instrumentos de la justicia constitucional. Alguien que en 1968, cuando toda una generación salió a las calles a defender sus derechos, entró al poder judicial como taquimecanógrafo, ascendiendo hasta formar parte de la familia judicial que se promueve a sí misma. Y seguramente es un buen hombre, a quien le gusta el dibujo y los libros de medicina. Pero no tenía ni tiene el perfil que la Corte necesita para crecer. Para garantizar su autonomía. Para mejorar el acceso a la justicia de la población y no sólo mantener los privilegios del poder judicial. Para hacer valer derechos ciudadanos y no sólo arbitrar conflictos políticos.
Todo lo que su contrincante, Arturo Zaldívar, había hecho en el caso de la Guardería ABC. En el caso de Florence Cassez. Entender que la Corte existe precisamente para proteger los derechos fundamentales. Y dado lo que estaba en juego, lamentable que el ministro José Ramón Cossío le haya negado su voto a Zaldívar, anteponiendo una animadversión personal a una visión liberal compartida. Lamentable que líderes de opinión como Joaquín López Dóriga hayan presionado a Juan Silva Meza para que cerrara la votación, confundiendo el sano debate democrático con la inestabilidad institucional. Lamentable que el senador Roberto Gil haya hecho la tarea sucia a Felipe Calderón, tuiteando para sabotear a quien encaró a su gobierno por la muerte de 49 niños. Lamentable que en una coyuntura crítica para el futuro de la Suprema Corte, haya triunfado la opción ortodoxa, minimalista, legaloide. Ganó el papeleo y perdió el ciudadano.