Sin archivos no hay historia, pero tampoco transparencia y acceso a la información. Dejemos por un momento los "grandes" temas como las elecciones en los Estados Unidos… en las últimas semanas, se ha suscitado una polémica en torno a los archivos y los documentos públicos que generan los distintos niveles de gobierno en México. El asunto no es menor. Por un lado, los archivos que diariamente generan los gobiernos, son, para bien y para mal, evidencia documental de las actividades y el uso de los recursos públicos. En pocas palabras, los documentos son evidencia de la responsabilidad pública. Pero también, al paso del tiempo, muchos de esos archivos adquieren otro valor -un valor histórico-, que no sólo interesa al presente, sino a los estudiosos de la historia. Uno y otro valor cumplen diferentes funciones, pero parten del mismo origen: los documentos. Entiéndase en sentido lato: como papel, memoria digital, objeto, o presencia virtual.
Al igual que tantas cosas en México, los archivos son vulnerables, a pocos les interesa, y en el peor de los casos, son destruidos, triturados, hechos cenizas. Sin reparo gubernamental, en muchas ocasiones me ha tocado ver archivos en calidad de basura. Por lo mismo, resulta contradictorio saber que los archivos son la base de la transparencia y el acceso a la información. Pero al mismo tiempo, no obstante ese valor, están relegados junto a los enseres de limpieza. Para quienes nos dedicamos a hurgar en los documentos, ya sea por historia o por interés en el presente, solemos toparnos con el siguiente diálogo. ¿Dónde encuentro los archivos? "Mire, allá al fondo, junto a esas tinas y trapeadores…".
En ocasiones no sólo se trata burócratas ignorantes en las dependencias públicas, sino de dolo. Me refiero a funcionarios promotores de la opacidad. Cual anécdota de la fragilidad, recuerdo bien el caso de un presidente municipal que decidió, a partir de su gobierno, el inicio de la historia de su pueblo. "La historia soy yo". Para tales efectos, mandó quemar y destruir los archivos históricos de las anteriores administraciones. En vano busqué las actas de cabildo, los acuerdos municipales, los informes. Aquel hombre aplicó el fin de la historia, no en el sentido de Fukuyama, sino algo más elemental: borrar la memoria.
Pero vayamos a la leyes. Recientemente en el senado, la legisladora Laura Rojas, presentó la iniciativa de Ley General de Archivos. Esta iniciativa sustituirá a la anterior de 2012, con la finalidad de integrarla a los nuevos cambios constitucionales en relación a la transparencia y el sistema anticorrupción. Hasta ahí la cosa parece bien. Más todavía, no dudamos de la necesidad de tener un marco común para los archivos, donde el eslabón más débil suele ser los municipios. La iniciativa resulta ambiciosa al proponer un Sistema Nacional de Archivos. Con las arcas en franco declive después de tanta corrupción y malos gobiernos, ¿de dónde va a salir el dinero, si a duras penas se compensa al Archivo General de la Nación que lidia con humedad y falta de espacio? Vaya usted a saber. Pero parece que en eso de las leyes, cuenta más la intención, que la ejecución. En principio la iniciativa es buena. Nos parece bien que se tomen cartas en el asunto, que se busque generar orden en los archivos para su conservación, pero nos llama la intención que en esa misma iniciativa, los archivos históricos estén sujetos, como régimen totalitario, a tachaduras y borrones con el pretexto de la protección de los datos personales. Sin ir tan lejos, borrar la historia. En países como Estados Unidos o Francia, los archivos pueden ser abiertamente consultados a partir de los 25 años. Visto de esa forma, hasta un extranjero puede consultar archivos históricos desclasificados de seguridad nacional. De ese nivel el acceso a la información. Con la nueva iniciativa, caeríamos en el absurda política de tachonear los nombres del Plan de Iguala, el Plan de San Luis o el Plan de Guadalupe. No importan sus cien años, sino un criterio obtuso de datos personales. Pero en la política no hay casualidades. Para la senadora Rojas, "la clasificación conforme a las leyes de transparencia y acceso a la información no aplica para archivos históricos. Solamente procede testar los datos personales sensibles cuando se ha hecho una solicitud de información" (Blog, AGN, 17 de noviembre de 2016). Como Cantinflas: sí, pero no.
Curiosamente, varios políticos mexicanos impugnaron la propuesta de ley 3 de 3, con el argumento de los datos personales. ¿No será pues, que detrás de los datos personales se escuda en realidad un política de opacidad? Algunos puntos de la iniciativa, son ambiguos en cuanto a los plazos para definir un documento histórico de uno administrativo en años recientes. Bajo ese criterio, el funcionario en turno, tendría carta abierta para cerrar los archivos. Pero el problema no es meramente para quienes investigan el pasado, sino más grave aún, para quienes en el presente se les puede entregar información recortada, o simplemente, se les niega el acceso con la justificación de los datos personales. Visto de otra manera, aunque la iniciativa busca proteger los archivos y favorecer la transparencia, tiene unos candados para promover la opacidad. En pocas palabras: legislar con las patas.
Nos vemos en Twitter, @uncuadros