"It's the end of the world as we know it". Es el fin del mundo tal como lo conocemos. Este repetitivo estribillo se escuchaba insistentemente en las radios de la Unión Americana y el Reino Unido en noviembre y diciembre de 1987. Una premonición -involuntaria- surgida del inconsciente onírico de Michael Stipe, líder y vocalista de R.E.M., la famosa banda de rock alternativo originaria de Athens, Georgia, Estados Unidos. Dos años después, en noviembre de 1989, el muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría y el mundo bipolar, comenzaba a ser derribado. Apenas cuatro meses más tarde, en marzo de 1990, iniciaba el proceso de disolución de la Unión Soviética, la gran potencia del bloque comunista, que terminaría en diciembre de 1991. Stipe, sin saberlo, tenía razón. Su oráculo fue acertado. Era el fin del mundo tal como lo conocíamos. Iniciaba un nuevo mundo. El mundo unipolar. El mundo del fin de las ideologías y la Historia, según Francis Fukuyama. El mundo donde el capitalismo y la democracia liberal eran las únicas verdades posibles. Y, para sellarlo, en noviembre de 1993 entró en vigor el Tratado de Maastricht, con el cual quedaba conformada oficialmente la Unión Europea. Pero Fukuyama se equivocó. Hoy, más de dos décadas y media después, para muchos, ese mundo parece estar llegando a su fin.
El jueves 23 de junio de 2016 entró en la Historia como el día en que el Reino Unido, uno de los tres pilares de la Unión Europea junto con Alemania y Francia, decidió abandonarla. Las causas de esta decisión tomada por el 52 por ciento del electorado consultado en el referéndum siguen bajo análisis. Las consecuencias son motivo de especulación y aún están por verse. Lo que escapa a cualquier duda es que, en caso de concretarse esta salida, el hecho modifica de forma sustancial el orden político mundial establecido desde la última década del siglo XX. La estabilidad y prosperidad de Europa, devastada en la Segunda Guerra Mundial, le deben mucho a la Unión Europea y sus antecesoras, las distintas comunidades económicas. No se puede entender la historia contemporánea de los países del viejo continente sin esta estructura política supranacional que permite no sólo la libertad de movimiento de los pobladores de los 28 estados miembros, sino también la posibilidad de una ciudadanía común, además de la cooperación, integración y gobernanza compartida. No pocos analistas ven que la salida de Reino Unido representa una amenaza para la viabilidad del proyecto común europeo en un momento tan crucial en el que se vive la peor crisis de refugiados en siete décadas, el retorno de Rusia al escenario internacional con una actitud cada vez más amenazante y el protagonismo de China en el ámbito económico.
Entre los motivos de los partidarios del "Brexit" destacan el desencanto, el nacionalismo y la xenofobia. Desencanto por la promesa incumplida del progreso económico permanente que los defensores de la globalización plantearon. Un nacionalismo sustentado -como todo nacionalismo- en las glorias pasadas y la nostalgia de cuando la armada imperial británica gobernaba todos los mares. Y una xenofobia alimentada por la irresponsabilidad de políticos que aseguran que la inmigración es el origen de todos los males de una nación y la principal amenaza para el desarrollo y la paz. Los extremos, el desencanto por la globalización y la xenofobia, convergen en el centro: un nacionalismo concebido como mecanismo de defensa, casi visceral, irreflexivo, frente a la incapacidad de construir un régimen de prosperidad en un mundo que se mueve al ritmo del gran capital. Lo que resulta preocupante es que no es la primera vez que esto ocurre. De hecho, los antecedentes no son más lejanos que tres generaciones. Y, por supuesto, tienen que ver con Inglaterra, como casi todo en el mundo contemporáneo.
La globalización no es un fenómeno reciente. A finales del siglo XIX y principios del XX se vivió una globalización en donde Gran Bretaña era la potencia hegemónica. Ser la vanguardia de la Revolución Industrial, poseer el control de las finanzas mundiales y contar durante varias décadas del siglo XIX con los medios de guerra más abundantes y sofisticados, permitió a los ingleses construir uno de los imperios más grandes de la Historia: 33 millones de kilómetros cuadrados y 531 millones de habitantes, repartidos en los cinco continentes. El mundo se movía entonces a la velocidad del barco de vapor y el ferrocarril. Y se conectaba gracias a las extensas redes telegráficas. Un siglo después, el mundo se ha acelerado gracias al avión y a la Internet. Pero más allá de la velocidad, el mundo del Imperio Británico era, como el de hoy, un mundo globalizado. Hasta que algo se rompió. Como ocurre en todas las eras, las potencias hegemónicas se vuelven modelos de las potencias secundarias. Los imperios coloniales de los dos siglos anteriores no se explican sin la acción protagónica de la Gran Bretaña, de la misma manera que los Estados-nación del siglo XVII no se entienden sin el papel fundamental y el ejemplo de los Países Bajos. La emulación trae como consecuencia una mayor competencia por el capital. Y una mayor competencia deriva en conflictos. El sistema modelo de los Países Bajos se colapsó con la Guerra de los Siete Años de la misma forma que el del Imperio Británico lo hizo con las dos guerras mundiales.
No se puede dejar de ver que en la fractura violenta del sistema mundo construido por el Imperio Británico tuvo un papel fundamental el nacionalismo y el fascismo, los cuales llevaron a las potencias a librar las guerras más cruentas y destructivas de toda la historia humana. Hoy, en un sistema mundo construido bajo el modelo de Estados Unidos, una entidad federal, capitalista, emprendedora, industrial, comercial e impulsora de tratados y acuerdos supranacionales, somos testigos del resurgimiento de ambas ideologías. La retórica de los apologistas del "Brexit", al igual que la de Donald Trump, virtual candidato del Partido Republicano a la Presidencia de los Estados Unidos, está cargada de nacionalismo y tiene un fuerte tufo fascista. La xenofobia, el rechazo a los extranjeros, es uno de los elementos principales del fascismo. Hoy, como hace 100 años, vemos que frente a las promesas incumplidas del sistema capitalista global para la mayoría de la población y ante el incremento de la lucha por los mercados, la riqueza y el capital, surge como opción política el nacionalismo en las grandes potencias. Y lo peligroso de ello no es que existan políticos que defiendan dicha ideología, sino el eco que están encontrando en grupos de población cada vez más amplios. Tal vez Trump no gane las elecciones. Aún es posible, aunque improbable, que Reino Unido dé marcha atrás. Pero en ambos casos el precedente está sentado. Lo que debemos preguntarnos es si, como cantó Stipe hace casi 30 años, lo que vivimos hoy es el fin del mundo tal como lo conocemos. Todo indica que sí.
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