Entre las muchas cosas que los constituyentes de 1857 copiaron de la Carta Magna estadounidense del 1776, quizá sin darse a la tarea de pensar dos veces qué eso significaba, fue el federalismo más radical que terminó marcando incluso el nombre de nuestro país: Estados Unidos Mexicanos. México en el papel es una nación compuesta por estados libres, soberanos, con constituciones e instituciones propias, pero en la práctica somos un país profundamente centralista, con una presidencia y gobierno federal omnipresentes, que responden más a una lógica imperial, y un Senado de la República que en realidad responde y representa los intereses de los partidos y no de los estados.
La transición democrática del siglo 21 hizo soñar a más de algún gobernador que, ahora sí, los estados serían independientes y autónomos, y ellos virreyes de la comarca. Nació así el feuderalismo mexicano, la etapa en que los gobernadores se convirtieron en verdaderos señores feudales en sus respectivos estados con los abusos y cortes correspondientes. Duarte y Padrés son un par de pillos, pero no son ni lo únicos y quizá ni siquiera los mejores pillos. Lo que hizo Humberto Moreira en Coahuila o el propio Peña Nieto en el Estado de México no le pide nada a los actuales.
El federalismo a la mexicana es un manojo de contradicciones. Los gobernadores quieren mandar, pero no hacerse cargo de las finanzas de sus estados. El gobierno central sigue siendo el único que manda porque es el único realmente cobra impuestos. Los gobiernos y municipios se concentrado en gastar, no en cobrar, y eso tiene un costo. La advertencia de la Secretaría de Hacienda de que podría tratar directamente con los municipios le quita a los gobernadores gran parte de su fuerza. No ser intermediarios entre La Secretaría de Hacienda y las participaciones federales es la muerte política para los 32 jeques-gobernadores. El principal brazo de control sobre los alcaldes es la administración del presupuesto; esa es su verdadera fuerza en el territorio y sin ella los señores feudales quedarán reducidos y maniatados en su capacidad de maniobra.
La tragedia política es que en este federalismo teórico y centralismo práctico, tan nuestro, no hay quién realmente se haga cargo del buen uso de los recurso públicos. Meter a un par, o incluso una quintilla, de gobernadores al bote será un placer, que podrá satisfacer nuestro deseo, bien ganado, de venganza hacia la clase política, pero no resuelve el problema de gobierno ni del buen ejercicio del gasto, porque, otra vez, quien decide a quién hay que perseguir o exigir cuentas no son los congresos locales sino el imperio federal.
Con Duarte a salto de mata o detrás de las rejas, fugado o encarcelado, seguiremos siendo una falsa república federal en la que lo que prevalece es la cultura de la mínima responsabilidad con la máxima discrecionalidad.