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A las puertas de Palacio

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

A saber cuál sea el plan de salida del presidente Enrique Peña Nieto, pero demasiados problemas y errores, propios y ajenos, están yendo a reventar a las puertas de Palacio. Esa situación se traduce en una atmósfera enrarecida con olor a incertidumbre. Pero si mañana, en vez de ventilarse ese ambiente se sobresatura, no habrá por qué extrañarse si esos problemas y errores se descomponen hasta despedir un tufo de desasosiego con tinte de inestabilidad.

La negligencia y pusilanimidad del secretario Gerardo Ruiz Esparza arrastra al mandatario al socavón. La corrupción salpica al Ejecutivo y su partido. El lento aprendizaje de Luis Videgaray no asegura su titulación. La apertura de los candados para postular candidato presidencial tricolor amplía la baraja, pero acelera a los jugadores. Los tímidos actos de campaña de los secretarios de Estado, entusiasmados con la idea de concursar, son actos fallidos de gobierno. La felicitación en persona a Miguel Riquelme por su elección en Coahuila es precipitación en Los Pinos y mecha de malestar afuera. La inminente designación del Fiscal General de la Nación polariza al Senado. Y si los muertos sufragaran de nuevo, el número de homicidios dolosos garantizaría un enorme caudal de votos.

A las puertas de Palacio llegan esos problemas y, al parecer, el Príncipe no los mira. Desde el balcón observa absorto el siglo XXI sin atreverse a abandonar el presidencialismo de mediados del siglo XX.

***

Vista en retrospectiva y a la luz de la filosofía oficial en boga, la tradición de dejar llegar los problemas a las puertas de Palacio no implica novedad.

A menos de dos años de haberse coronado, grandes y pequeñas contrariedades comenzaron a alcanzar al soberano y, absurdamente, éste invirtió los roles: se convirtió en el secretario de sus colaboradores -ojalá, la palabra indicada sea ésa- y no los colaboradores en sus secretarios. El Ejecutivo asumió como suyo cuanto problema surgía o error se cometía y los colaboradores no tardaron en parapetarse detrás de él, en vez de ponerse al frente o a su lado.

Del desacierto en el diseño de la comunicación presidencial, mejor ni hablar. Sus estrategas emboscaron al Ejecutivo en Los Pinos, pretextando protegerlo. Lo exhibieron donde no debían, y lo ocultaron donde mejor se desenvolvía.

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Después de sacar adelante el marco jurídico de las reformas estructurales, la administración no pudo constituirse en gobierno. Bien que mal, pudo con la operación legislativa a partir de una política cupular, fincada en canjes y cuotas, pero no pudo con la operación ejecutiva a partir de liderar y coordinar un equipo eficiente, capaz de aterrizarlas.

Luego comenzaron los problemas y los errores. Se toleró a las brigadas armadas de autodefensa y, después, se les abominó. En muestra de un raro equilibrio, se indultó a un gobernador y se castigó a otro en Michoacán por vínculos criminales. Se dejó impune al gobernador Ángel Aguirre Rivero, asumiendo la responsabilidad de la desaparición de los cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa. Se atraparon capos sin desmantelar cárteles y brotaron bandas más violentas. Se solapó la casa de Malinalco del alter ego, quizá, en defensa propia de la de Las Lomas y se usó sin éxito a Virgilio Andrade como el tintorero incapaz de quitar manchas. Se encargó a Arturo Escobar prevenir el delito. Se recargó la seguridad en las Fuerzas Armadas, sin reestructurar en serio a las policías. Se ignoró cuanto acontecía en Veracruz, Quintana Roo y Chihuahua, hasta que el saqueo se salió de las alforjas. Se redujo la política exterior a viajes sin destino, porque no pudo fijarse la política interior como punto de partida. Y se dejó crecer el río de sangre y dolor del calderonismo.

Esa ya es historia, pero explica en parte el presente.

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Hoy, a diferencia de ayer, los viejos problemas y errores que revientan a las puertas de Palacio inciden en un momento delicado y coinciden en una circunstancia complicada.

Ahora, el calendario marca la hora en que el Ejecutivo debe realizar una triple operación. Calibrar con precisión si el suspirante predilecto puede y tiene con qué abanderar tanto al partido como a él, al tiempo de apurar la cicatrización de los frustrados. Asegurar que los problemas y las adversidades no vulneren la estabilidad, justo al cierre de la administración y el inicio de la campaña. Y, desde luego, preparar la salida hasta donde sea posible.

Muchos de los problemas y errores que se dejaron correr y crecer, ahora revientan con más fuerza. En particular cuatro: el relativo a la corrupción, tanto en su persecución como en su prevención; el mazacote legislativo presentado como reforma electoral que, en canje de la reforma energética, se elaboró sobre las rodillas y hoy amenaza al proceso y tambalea al Instituto; el retraso de la salida del gobernador del Banco de México que, ahora, sí puede resultar inoportuna; y el nombramiento del Fiscal General de la Nación que, en cuestión de días, podría tensar aún más la relación de la administración con parte del panismo y el perredismo.

Como añadido, el factor Trump -antes exagerado, ahora disminuido por el canciller Videgaray- amenaza con complicar aquella triple operación, poniendo un revólver contra la sien del comercio establecido, consciente de la fragilidad y debilidad de su vecino. Falta por ver qué sigue en Venezuela, donde al parecer en breve vendrá un arreglo y en el cual México podría quedar mal parado.

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Tal es el cúmulo de cabos sueltos que hacer los amarres necesarios se ve difícil, sobre todo, si se sigue dejando que los problemas y los errores lleguen a las puertas del Palacio y se miren desde la óptica del pasado.

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