China y Rusia tienen un plan. O, mejor dicho, son dos planes en vías de convertirse en uno. Desde el siglo XX, varios estudiosos de la geopolítica han advertido que la próxima hegemonía mundial estará en Eurasia, esa masa continental que ocupa más de un tercio de las tierras emergidas del planeta, en donde habitan 7 de cada 10 pobladores del orbe, y que concentra la mayoría de los recursos energéticos del globo. En la actualidad, en el plano económico la disputa por la preponderancia en el supercontinente está en sus extremos: la heterodoxa Unión Europea en Occidente y la ortodoxa República Popular China en el Oriente. En el plano militar y energético, la Federación Rusa es la potencia indiscutible de la región. En términos políticos, el peso recae en Berlín, Moscú y Beijing. Las sombras que desde hace algunos años se posan sobre la Unión Europea han permitido a Rusia jugar un papel cada vez más protagónico en la zona, mientras que el creciente poderío económico de China le ha permitido ser una voz determinante en el concierto de las naciones, incluso más allá de su entorno inmediato.
Si nos basamos en los datos del Producto Interno Bruto (PIB) a valores de Paridad del Poder Adquisitivo (PPA), China es ya la economía más grande del mundo, por encima de los Estados Unidos de América. Aunque el gigante asiático tiene aún mucho camino por recorrer en lo que concierne a desarrollo de bienestar y distribución del ingreso, su nivel de crecimiento sigue estando muy por encima del que registra la potencia americana o la Unión Europea, y según las proyecciones del Fondo Monetario Internacional, así se mantendrá por lo menos hasta el inicio de la próxima década. Se pronostica que en menos de diez años, la clase media china supere en número de personas al total de la población de los Estados Unidos, y que en menos tiempo la nación oriental rebase en todos los indicadores industriales al país norteamericano.
Desde hace cuatro años, de la mano de Xi Jinping, China -un país de régimen de partido único con economía dirigida- viene trabajando con fuerza en el proyecto económico más ambicioso que hasta ahora ha concebido: la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda. Se trata del lanzamiento de una versión moderna de la milenaria ruta comercial que a través de Asia Central y Medio Oriente conectaba, al principio, al Imperio Romano con el Imperio Chino, y después, durante siglos, a éste con los reinos y ciudades europeas. El proyecto consiste, a grandes rasgos en una inversión de infraestructura sin precedentes para construir ferrocarriles, carreteras y puertos marítimos que, con los tratados económicos necesarios, permitan aumentar de forma exponencial el flujo de mercancías y capitales por toda Eurasia en ambas direcciones pasando por Rusia. Se estima que, de concretarse, el proyecto involucraría a 60 países en donde se concentra el 70 por ciento de la población mundial y el 75 por ciento de las reservas energéticas conocidas. Esta macrorregión económica aportaría poco más de la mitad del PIB mundial.
Pero un proyecto de estas dimensiones requiere de dos elementos fundamentales: seguridad y fuentes de energía. Y ambos los puede proporcionar Rusia, la primera potencia energética y la segunda potencia militar del mundo. Con Vladimir Putin -dictador de facto- al frente desde hace 17 años, la nación eurasiática ha recobrado su papel protagónico en el mundo en el plano político y militar, aunque en el económico no ha logrado despuntar debido a la excesiva dependencia que tiene su economía de las actividades primarias, principalmente la extracción de gas y petróleo. Si el proyecto de China es eminentemente económico, el de Rusia es principalmente político. Y tiene un nombre: la Tercera Roma. Este concepto que surgió como una especie profecía en el Gran Principado de Moscú de principios del siglo XVI, se ha convertido en el eje rector de la política rusa del siglo XXI. Y el sustento ideológico, por supuesto, hunde sus raíces en un reclamo histórico. Si Constantinopla fue la heredera de la Roma original a la caída de ésta en el año 476, Moscú y sus dominios lo son de la antigua Bizancio tras la toma de ésta por los turcos otomanos en 1453. Y aunque esto parezca una necedad -como todos los reclamos históricos de este tipo- para los rusos no lo es. Mucho menos para Putin.
Desde hace años, cada nación viene trabajando en la construcción de su liderazgo internacional en distintos ámbitos. Moscú ha creado la Unión Eurasiática, asociación económica con miras a convertirse en política que hasta el momento aglutina a cinco países, todos de la extinta Unión Soviética, y que pretende rivalizar a largo plazo con la Unión Europea. En los terrenos de la cooperación militar, el proyecto se replica con la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva. China ha ido más allá y ha formado la Organización de Cooperación de Shanghái con otros siete estados, entre ellos Rusia e India, un esfuerzo que en Occidente ha sido visto como un contrapeso de la OTAN que lidera Estados Unidos. A lo anterior hay que sumar la creación del Banco Asiático de Inversión e Infraestructura, a iniciativa de Beijing, y el Banco de Desarrollo Eurasiático, a iniciativa de Moscú, como órganos financieros alternativos al Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, pilares de la hegemonía de Estados Unidos.
Mientras el mundo se encontraba en vilo por la tensión provocada por Donald Trump en Siria y Corea del Norte el pasado fin de semana, Rusia y China dieron el primer gran paso para integrar la Iniciativa del Cinturón y Ruta de la Seda con la Unión Eurasiática. A mediados de mayo, más de 20 mandatarios se reunirán en el foro de cooperación internacional con miras a consolidar el gran proyecto geopolítico y económico. Hoy, los grandes retos para que Rusia y China alcancen su objetivo están en una Europa proamericana y recelosa del creciente poder de las potencias eurasiáticas; la inestabilidad en Europa del Este, principalmente en Ucrania, y Medio Oriente, principalmente en Siria, Irak y Afganistán; la disputa por el control del Mar de China Meridional, y la posible intervención estadounidense en la península de Corea. No es de extrañar que en todos esos focos de conflicto haya participación, directa o indirecta, de Estados Unidos. Es como si se estableciera una especie de cerco sobre Eurasia. Y en este sentido, estamos en condiciones de preguntarnos si la intempestiva política exterior del presidente Trump no responde a la lógica de una potencia en declive que intenta frenar el ascenso de la alianza eurasiática, próxima potencia hegemónica.
Twitter: @Artgonzaga
Correo-e: [email protected]