No podía ser de otro modo: sin base en una política interior definida y sólida, la política exterior es un cuento... cuando no, un fracaso asegurado.
Y lo grave del revés sufrido por la Cancillería mexicana en la reunión de la Organización de Estados Americanos radica no tanto en haber dejado impune al gobierno venezolano de Nicolás Maduro, como en haber mostrado su fragilidad: su falta de soporte en la política interior.
Hacia el norte de América, México -el socio comercial- no pudo mostrar habilidad ni liderazgo para sacar adelante la resolución apadrinada por él, Estados Unidos y Canadá. Hacia el sur del continente, México -el socio cultural- embarcó a los países grandes en una aventura sin asegurar los votos necesarios para coronarla con la aprobación.
Así, con tres fracasos al hilo -precipitar las negociaciones con Estados Unidos, cuando el Ejecutivo de ese país hace gala de locura; dar por bueno un acuerdo injusto en materia azucarera; y, ahora, fracasar en la condena del régimen de Nicolás Maduro-, la Cancillería se apresta a emprender las negociaciones relativas al Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
En la reunión de la OEA, presidida y auspiciada por México en Cancún, la Cancillería no quedó como uno de "los perritos simpáticos del imperio" -Delcy Rodríguez dixit-, sino como el perro de las dos tortas: mal con unos y con otros.
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El secretario Luis Videgaray no es el villano ni la víctima de la loca aventura diplomática protagonizada, tampoco el secretario Miguel Ángel Osorio Chong que nomás no puede soportar, al interior, la política exterior. Lo son el Ejecutivo y su equipo que, a cinco años de ejercer el no poder, insisten en impulsar acciones de gobierno, cuando no han sido capaces de tomar las riendas de éste y gobernar.
Los ejes del proyecto de resolución en contra del gobierno venezolano, por sí solos, advertían la imposibilidad de abanderarlos sin salir raspados o rasguñados o con un revés estampado en la frente, delante de la comunidad norte, centro, caribeña y suramericana.
Manifestar preocupación por las prácticas antidemocráticas, la violación de derechos humanos, la violencia y el hambre en Venezuela, sin fijarse dónde está parado el país en esas materias no pasa por un lamentable descuido, sino por una tontería monumental.
Los ejes del debate nacional son, hoy, aquí, precisamente los que se pretendía condenar allá, en el extranjero venezolano. ¿Prácticas antidemocráticas? Ni dónde ocultar la intervención gubernamental en las elecciones del Estado de México y Coahuila. ¿Violación de derechos humanos? Ni qué decir ante la revelación del espionaje a activistas y periodistas, y la increíble reacción oficial. ¿Violencia? Ni modo de echar a una de las mil fosas clandestinas el registro de su repunte a todo lo largo del año. ¿Hambre? Imposible presumir la rentabilidad política derivada de mantener la pobreza y la desigualdad social en el mismo nivel durante el último cuarto de siglo.
¿En qué cabeza cupo sentirse con autoridad política, diplomática y moral para reclamar afuera lo que se niega dentro?
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Sin entrar a especular si la Cancillería mexicana abanderó la causa por una profunda convicción sin reparar en su propia circunstancia o por consolidar una política electoral jugando hacia afuera o por pedido del vecino del norte, asombra la falta de condición con que se emprendió la aventura.
En efecto, aun sin la resolución condenatoria, se exhibió al régimen de Nicolás Maduro, pero también se exhibió el régimen de Enrique Peña que no ata ni desata, ni entiende el nudo en que se encuentra.
Se agradece, eso sí, que la Cancillería no haya echado mano de los operadores electorales empleados aquí y ofrecido despensas, tarjetas, tinacos, láminas de cartón, costales de cemento o salarios rosas a las islas del Caribe para comprar los tres votos faltantes para poder decir: misión cumplida.
Lo cierto es que la Cancillería mexicana sale mal parada de la reunión, justo cuando más requiere tener bien puestos los pies en la tierra.
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Pese a la promesa presidencial de diversificar la diplomacia y el comercio a fin de no concentrar sólo en Estados Unidos los esfuerzos, sobre todo, a raíz de la elección de Donald Trump, los traspiés dentro y fuera del país continúan y, claro, vulneran de más en más la actuación de México hacia el exterior. La falta de definición y acción seria en política interior anulan la diplomacia.
Desde luego, hay quienes piensan que el gran logro fue dejar el ostracismo en materia diplomática, recolocar al país en la escena continental al fijar postura y pretender recuperar liderazgo. Desde luego, también hay quienes piensan que al exhibir al régimen venezolano se le causó daño político al lopezobradorismo.
Suponiendo sin conceder que ambos logros constituyeron una victoria, se trata de una victoria pírrica. Un triunfo más como los supuestamente conseguidos y la política exterior mexicana alcanzará un sólido fracaso.
No se puede separar la política exterior de la interior. Si no hay la segunda, menos puede elaborarse la primera.
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Con esas pobres cartas credenciales, ahora viene la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Si la administración del presidente Enrique Peña no elabora una política interior que le cierre flancos y le aporte cierta autoridad y credibilidad hacia dentro y hacia fuera del país, si se sigue confundiendo la política interior con la política electoral, el revés diplomático de hoy podría derivar en un fracaso con repercusiones hacia adentro y hacia afuera, sin mencionar el efecto electoral que le podría acarrear.
Impresiona cómo la administración se adentra en su propio laberinto y festeja el error.