La creación del Sistema Nacional Anticorrupción, con sus réplicas estatales, es una gran oportunidad para combatir el principal cáncer de la vida política en México. En principio, dotar de autonomía y dientes a instituciones para vigilar y castigar los delitos cometidos por funcionarios públicos parecía ser la adecuada ruta a seguir. Pero ahora se observa que los intereses partidistas y gremiales de quienes ejercen el poder son, si no más fuertes, al menos sí más efectivos que el ánimo de un sector de la ciudadanía por acotar este flagelo.
Habrá quien diga que las asociaciones civiles que han participado en el proceso pecan de ingenuidad al creer que los gobiernos y partidos en el poder van a soltar la rienda del sistema para que su conformación se dé con la mayor apertura y autonomía posibles. Incluso habrá quien asegure que voluntaria o involuntariamente dichas organizaciones de la sociedad civil terminaron haciéndole la fachada de legitimidad a quienes están imponiendo sus cartas. No obstante, la oportunidad es tan grande y trascendente como para dejarla desde el principio en manos de los políticos de carrera, además de que hay una necesaria demostración de confianza de ese sector de la ciudadanía hacia las instituciones, aunque ahora las autoridades parecen traicionarla una vez más.
Lo que se ha observado en la aplicación del sistema a nivel nacional en México y sobe todo aquí en Coahuila es un intento de aprovecharse de las reglas para colonizar los puestos clave y construir un blindaje de impunidad para los gobernantes que se van. No puede entenderse de otra forma el hecho de que el PRI y el gobierno federal, aliado con el grupo calderonista del PAN, quieran imponer al procurador general de la República, Raúl Cervantes -cercano al presidente Peña Nieto-, como primer fiscal general de la Nación. De la misma manera que el gobierno de Rubén Moreira, apoyado por el Congreso local de mayoría priista, ha colocado en el Tribunal de Justicia Administrativa a exfuncionarios suyos en tres de los cinco asientos disponibles, a la par de que ha sido nombrado como fiscal anticorrupción una persona que trabajó con Humberto Moreira cuando éste fue alcalde de Saltillo y en la gubernatura. ¿De qué otra forma pueden leerse estas designaciones si no es como parte de una estrategia para garantizar inmunidad una vez que quienes hoy gobiernan dejen el poder? ¿De qué tamaño es el miedo a una verdadera rendición de cuentas?
Pero estos amarres de los grupos en el poder no sólo representan una afrenta al sistema democrático y la sociedad en su conjunto, sino que también pudieran poner en aprietos a las autoridades entrantes, sean del color que sean. Porque si quienes están integrando las instituciones clave del sistema le deben el cargo a quienes hoy gobiernan, ¿en dónde estará depositada su lealtad sino es precisamente en ellos? En este caso existe el riesgo de que el sistema se convierta no sólo en el mejor blindaje para los que están por abandonar el poder, sino también en un instrumento de presión para los futuros gobernantes. Cualquier intento de atentar contra los intereses del grupo hoy dominante, o de separarse de la ruta trazada, pudiera traer como consecuencia la apertura de un expediente dentro del marco de una supuesta autonomía de las instituciones del sistema. Es decir, se volvería a caer en la lógica de usar la justicia como forma de venganza o intimidación política.
Pero hay otros asuntos que deberían despertar por lo menos la curiosidad de quienes se interesan por la lucha contra la corrupción, y tienen que ver con las carpetas abiertas o, en su defecto, las denuncias presentadas por distintos actores por presuntos actos de corrupción cometidos en las dos últimas administraciones estatales en Coahuila. Y nos referimos aquí a casos como la megadeuda, la contratación de empresas "fantasma", la falta de explicación en la aplicación de recursos federales o estatales, o la supuesta complicidad de funcionarios con grupos del crimen organizado. Hasta el momento se desconoce qué ocurrirá con estos asuntos una vez que se ponga en operación el Sistema Estatal Anticorrupción. ¿Serán absorbidos por las nuevas instituciones o continuarán guardados como hasta ahora en las oficinas existentes? No se trata de un asunto menor si se considera el tamaño del daño económico y social.
A pesar del panorama desalentador, es posible decir que no todo está dicho aún. Al menos en Coahuila la sociedad civil organizada aún tiene oportunidad de equilibrar la balanza si atiende con inteligencia y diligencia a los siguientes pasos de la consolidación del sistema. Uno de ellos será la presentación de candidatos probos e independientes para la conformación del Comité de Participación Ciudadana, del cual saldrá la silla que encabezará la organización de todo el sistema. Otro es la selección del Secretariado Técnico, que se encargará de la medición y seguimiento del fenómeno de la corrupción y que además servirá de soporte a la mesa rectora. Y, por último, lo más importante, la designación del titular de la Fiscalía General del Estado, en la que debe abogarse por la selección de un perfil independiente y evitar el pase automático como el que se pretende imponer en el ámbito nacional. De la injerencia que pueda tener la ciudadanía en estas decisiones dependerá la viabilidad de este nuevo instrumento de combate a la corrupción.
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