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Renata Chapa

Perros en Garibaldi

A un año del aniversario luctuoso de Alberto Aguilera Valadez

Allá viene uno plagado de motas. Sus lanas duras cuelgan de su pelaje enmohecido. Apenas amanece en Garibaldi. Por la parte aledaña al Mercado de La Lagunilla, abre Plaza, literalmente, un perrete victorioso, de sonrisa ancha. Camina más orondo que el Rey del Bolero Ranchero. Avanza como si tuviera prisa por llegar al puesto de comida mexicana de Doña José. A ver qué sobras le toca ruñir esa mañana con olor a guitarrón mojado.

Por ese mismo corredor, el de las esculturas de los grandes ídolos de la canción mexicana, irrumpe no menos decidida una morena de cincuentona traza. Camina descalza. Sus pies son una prolongación de los adoquines que le han rajado plantas, talones y empeines. No sabe cómo dormir. Sacude su pelo negro, a media espalda, picoso. De mediana estatura, rechoncha, oscila al caminar. Es una mujer con la lógica apostada en alguna serenata cósmica. La corea con las decenas de enfermos mentales teporochos, vagabundos, alcoholizados, idos entre las drogas, que pueblan el punto mariachero por antonomasia en la Ciudad de México. Ella sabe cómo clavar la mirada en cualquier par de ojos que la condenan con morbo y miedo. De maquillaje tan petrificado como el roñoso pelar de aquel perro, el "Javierón", ambos quedan fundidos en una misma sombra, nada más.

El instinto mamífero del cánido, aferrado a creer en la calidez humana, reta el tambaleante andar de la dama madrugadora. Quiere colarse por los llamativos capotazos de la falda de tul rosácea y rasgada. Pero desde el centro de la playera de un equis candidato del PRI, explotan los reverberantes gritos y escupitajos de la señora del eterno insomnio. "¡Lárgate, pinche perro puto! ¡Vete a la mierda! ¡Culero, culero!". Los aullidos, las patadas, el encono en medio del silencio del mariachi. La necesidad de dar y recibir en violentado círculo de sol.

Por la entrada contigua al Paseo de la Reforma, no menos de diez robustos criollos multicolores ladran su canto perrón. Vienen en pandilla como sucede con los incesantes clientes del Tenampa y del Salón Tropicana. Cruzan el Museo del Tequila fascinados, en éxtasis, pletóricos de sudor. Brincan, giran, orinan, cagan, huelen. La garrrapatosa manada sabe que ha llegado al territorio disputado con los tantos menesterosos esparcidos en sus suelos. Pero como resultan ser las frescas siete de la mañana, nada por temer. Los opositores están anulados. Son lánguidos cuerpos humanos, anónimos, tibios en su propio vapor, envueltos en sucias frazadas, recuerdan en negra metáfora, los tacos del estanquillo, "Carnitas Lindo Michoacán". Perro uno olfatea a encobijado uno. Perro dos lame el tenis sin cinta de la encobijada dos. Perro tres se acurruca en cucharita con el encobijado tres. Perro cuatro rasca el bulto embolsado del encobijado cuatro. Cada quien con su cada cual.

Domina la entrada del "Carapos", oscuro e increíble punto de encuentro con las micheladas cubanas, la rocola y páginas enmarcadas de revistas porno, el único can de incólume color alba en todo Garibaldi. Con pose de "chulo", de regenteador simpático, escanea a los transeúntes como galancete conquistador. No por nada frente a él brilla la estatua dedicada a "El Divo de Juárez", Juan Gabriel. Son sendos espejos que arroban la curiosidad de los visitantes. Da la impresión de que Alberto y el perro tienen convenio de eterno amor. Ninguno se mueve un ápice, pero ambos irradian fogosa energía. Van sobrados. Es anómala, en este contexto, la blancura del creído can. Obvio es su paso por la estética. Se sabe hermoso. Deja que lo admiren. Quién dijera: dentro del lugar por el perro escoltado, las historias van cargadas de lúgubres memorias. Amores y desamores. Verdades y mentiras. Venas cortadas a ritmo de un José José tugurioso. Relatos sin desperdicio. Como para hincarles el colmillo literario y volverlos un auténtico lugar de ambiente donde todo es diferente.

De pronto, algo raro cruza por el área de los agaves centrales, cerquita de la tienda donde hábiles costureros diseñan espectaculares trajes de mariachi. Por allá, por una esquina, viene corriendo una chica enfundada de fina ropa deportiva. Por otro ángulo, pero con la misma convergencia, un jovenazo trae a su fortachón Pitbull con un peluche de Nemo en el hocico. Más allá, un niño jala de fluorescente correa a un perro salchicha volador. Completa el cuadro una señora que lidia a siete cachorros Chihuahua, uno de ellos con pijama, chípiles a leguas. A todos ellos los ve sórdidamente un par de perros apostados enfrente del lugar donde las quesadillas con birria y con carne al pastor son un milagro gastronómico, la "Birriería Chava Díaz", establecimiento con más de cincuenta años de experiencia en Garibaldi. Fernando, el taquero, compone el más delicioso huapango en cada platillo. El par de silenciosos perrucos llevan a cabo elocuente análisis semiótico. Uno es de negra greña; el otro, manchado como galleta de choco chip. Acompañan a cinco personajes que han encontrado casa en el pórtico de un negocio clausurado por el Gobierno de la Ciudad de México. Ahí circulan el pisto, las siestas, los arrumacos, las carcajadas. "No vale nada la vida", les canta la estatua de José Alfredo que tienen a su izquierda. Son ejemplo vívido, redondo, de que, sin duda, "la vida no vale nada", a excepción de la fiel amistad construida con esos perros de lánguidas batallas.

Ciertamente, la Plaza Garibaldi es vida mariachera. Es ése su referente mundial. Sin embargo, su más rica definición es la que habrá de considerar la voz y huella de sus tantos personajes invisibles. Aquéllos que desde la marginalidad expresan lo que importa este sitio histórico para sus autoridades, para su comunidad citadina y para sus visitantes. Esa ceguera "a fuerza" ante lo que amerita urgente atención es motivo para componer un combatiente son al grito de guerra. Los géneros musicales hospedados en Garibaldi, así como sus ejecutantes y comerciantes, deberían ser estandarte de dignificación inmediata para los puños y puños de desamparados que, desde su anonimato, sobreviven en su "mundo raro", en un forzado, e innecesario, sin saber del dolor.

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