Marzo, mes de transición entre el invierno y la primavera, es también el mes de Marte, dios romano de la guerra. Y precisamente en estos días marcianos se cumplen ominosos aniversarios de lo que, en palabras del Papa Francisco, pudiésemos llamar una guerra mundial por partes. El teatro de operaciones: Oriente Medio, Asia Central y Europa del Este, principalmente, pero con impacto en todo el mundo. Los casus belli: violación de tratados, terrorismo, rebeliones, golpes de estado e independentismo. Los protagonistas: decenas de países. Las consecuencias: cientos de miles de muertos; millones de heridos, desplazados y refugiados; naciones devastadas; gobiernos derrocados, y un incremento de la inestabilidad geopolítica, de la mano de una nueva carrera armamentista, incluso nuclear.
El próximo 20 de marzo se cumplirán 15 años del inicio de la Segunda Guerra del Golfo. El antecedente directo es una estrategia militar emprendida por Estados Unidos y sus aliados de la OTAN para hacer frente al terrorismo yihadista, luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Primero Afganistán en octubre de ese mismo año, y 17 meses después, Irak, cuyo gobierno, encabezado por Saddam Hussein, fue acusado de poseer armas de destrucción masiva -lo cual nunca se demostró-, de patrocinar el terrorismo y, en menor medida, ser cómplice de los atentados en Nueva York, junto con Al Qaeda y el régimen Talibán afgano. Hussein cayó en diciembre de 2006, pero la guerra se prolongó hasta diciembre de 2011, cuando el gobierno de Barack Obama decidió retirar las tropas estadounidenses y concluir así la invasión.
Esta guerra representó un duro golpe al prestigio de la primera potencia, no sólo por la causa injustificada, sino también por el resultado indefinido. Al final de la ocupación, Irak continúa hundido en la su inestabilidad y se puede decir que la guerra ha seguido en forma de insurgencia. Además, no pocos analistas consideran que esta guerra generó el caldo de cultivo en el que surgió posteriormente el autodenominado Estado Islámico, uno de los grupos terroristas más sanguinarios que jamás haya conocido la Humanidad. Y al igual que en Irak, la guerra y la inestabilidad persisten en Afganistán, en donde se supone que la intervención norteamericana y de sus aliados concluyó en 2014.
El pasado 15 de marzo se cumplieron siete años de la Guerra Civil Siria, un conflicto que comenzó con protestas, en el marco de la llamada Primavera Árabe, en contra del régimen de Bashar Al Asad, y que a la vuelta de los años ha degenerado en un complejo escenario bélico, con al menos cuatro frentes abiertos y todas las potencias mundiales y regionales participando. Siria, uno de los países más estables de Oriente Medio hasta antes de la guerra, está prácticamente devastada en buena parte de su territorio, y suma ya medio millón de muertos y cinco millones de desplazados fuera de sus fronteras. Occidente, encabezado por Estados Unidos, apoya a las fuerzas rebeldes que buscan derrocar a Al Asad. Rusia, Irán y China, por su parte, apoyan al gobierno sirio. Turquía, vecino de Siria, combate al norte a las fuerzas kurdas. Y lo que queda del Estado Islámico y el grupo terrorista Al Nusra (Al Qaeda en Siria) se esconden entre los rebeldes para tratar de mantener sus posiciones.
Esta guerra ha simbolizado el retorno de Rusia como potencia política y militar de peso en el escenario internacional, más específicamente en el fracturado Oriente Medio. Con todo y lo cuestionable que es la participación de las fuerzas rusas en este conflicto, la paz en Siria es impensable sin la intervención de Moscú. Ninguna guerra refleja tan bien la lucha de intereses que están en juego hoy en el mundo, intereses que pasan por el reacomodo de fuerzas en aquella golpeada región del orbe. Si la Primavera Árabe, patrocinada por gobiernos occidentales, representó la esperanza para las sociedades musulmanas de vivir en regímenes menos asfixiantes, el Invierno Árabe que le ha seguido significa la turbulenta ruptura de un modelo de estados nación que se gestó por los designios de las potencias europeas y americana luego de la Segunda Guerra Mundial, con una inestabilidad creciente.
El pasado 18 de marzo se cumplieron cuatro años de la adhesión de Crimea y Sebastopol a la Federación Rusa, un hecho que tiene sus antecedentes en la revolución conocida como Euromaidán, de 2013, que sacó del poder en Ucrania al presidente prorruso Víctor Yanukóvich luego de que éste decidiera suspender el acuerdo de asociación con la Unión Europea. La adhesión fue vista por Occidente como una violación a la soberanía ucraniana y una reacción ilegal y desproporcionada del gobierno de Rusia, encabezado por Vladímir Putin, al derrocamiento de Yanukóvich. Un mes después, fuerzas rebeldes prorrusas iniciaron una guerra en el este de Ucrania con el fin de independizarse de Kiev. Respaldada por Moscú, la insurgencia en el Donbáas se ha convertido en foco de inestabilidad y en el freno a las pretensiones de ampliación de la Unión Europea y la OTAN cerca de las fronteras de Rusia.
Este conflicto ha sido causa de una espiral de sanciones económicas aplicadas por las potencias europeas y Estados Unidos a Moscú, y parte de la escalada de tensiones entre ambos bandos. Mientras el problema ucraniano sigue sin resolverse, la OTAN continúa su despliegue de tropas frente a Rusia y ésta, en reacción, moviliza a sus fuerzas en las fronteras de su territorio con sus vecinos. Al mismo tiempo, los regímenes antiliberales crecen en el seno de los nuevos socios orientales de la Unión Europea, lo cual da un nuevo respiro a Moscú para replantear su estrategia en el continente y aquella zona que considera su "espacio vital".
Por último, el próximo 25 de marzo se cumplirán tres años de una guerra olvidada: la Guerra Civil Yemení. El conflicto tiene su origen en un golpe de estado orquestado por fuerzas rebeldes hutíes, presuntamente respaldadas y armadas por Irán, y la posterior lucha por el control del gobierno contra las fuerzas leales a Rabbuh Mansur Al Hadi, apoyado por el reino wahabita suní de Arabia Saudita, acérrimo rival de la república islámica iraní, de mayoría chií. Al igual que en Siria, Al Qaeda y el Estado Islámico buscan sacar provecho del caos para reclutar adeptos y ganar posiciones. Lejos de los reflectores de los medios occidentales, esta guerra en Yemen significa la pugna entre Arabia Saudita e Irán por la hegemonía regional en Oriente Medio. Cada uno cuenta con sus aliados poderosos estratégicos: mientras la monarquía de Riad es apoyada por Washington, Moscú hace lo propio con el gobierno republicano de Teherán.
Esta guerra mundial por partes que ya suma 17 años y que tiene en marzo sus fechas más emblemáticas, se está librando también en otros territorios y de otras maneras. Los atentados terroristas en países como Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, España, Francia, Alemania, Australia y Turquía; la nueva guerra cibernética con "hackeos" masivos como nunca antes se habían visto; las campañas de manipulación de datos e información para desestabilizar a las democracias occidentales; las crecientes pugnas diplomáticas y el intercambio de sanciones económicas; la inminente guerra comercial abierta por el presidente estadounidense Donald Trump, y la nueva escalada nuclear entre Moscú y Washington, forman parte de este conflicto a gran escala que, seguramente como todos los conflictos anteriores, tiene que ver con el control de recursos naturales y rutas comerciales y de transporte, el dominio sobre poblaciones, territorios y mercados y, en suma, la siempre terrible lucha por la hegemonía. A 17 años de la llamada guerra contra el terrorismo iniciada por Estados Unidos, el mundo hoy no es un lugar más seguro.